Algunos carnés son tremendos. El de la biblioteca municipal de Santa Cruz de Tenerife es, por ejemplo, uno de esos carnés en los que una se pregunta para qué te obligan a poner una foto en él.
En la cola, mientras esperaba a que una chica terminara de informarse sobre las ventajas adicionales del carné de la biblioteca (lo mismo iba a hacer yo), me di cuenta que ella y yo hicimos el mismo gesto al mismo tiempo y como reacción al mismo estímulo. Fue cuando la bibliotecaria le explicó que no hacía falta que trajera ninguna foto, que una compañera se la iba a hacer ahí mismo. En ese instante, instintivamente, las dos nos arreglamos el pelo. Sonreí.
A las dos nos había cogido de improviso. No nos lo esperábamos. No estábamos maquilladas, ni peinadas para la ocasión. Pensé también en la camiseta que llevaba y que seguramente se vería en la foto, al menos la parte del cuello. Pero, bueno, como no tenía la intención de volver otro día, me dirijí hacia el lugar donde nos iban a fotografiar.Una mujer detrás de un ordenador indicó a mi predecesora que diera unos paso atrás y se pusiera delante de la camarita que colocó con una pinza sujeta en la pantalla. La chica no sabía si sonreír o quedarse seria. Al final, optó por una especie de mueca que quedó impresa para siempre en unos segundos. De una máquina salió el carné y adiós muy buenas.
Mi turno. Como yo ya había visto el procedimiento, me puse delante de la camarita a la distancia correcta y con el gesto que había pensado. Pero ni siquiera me dio tiempo a nada. Fue colocarme y esa buena señora apretó el clic. No le debió gustar nada cómo salí porque lo repitió en dos ocasiones más. Finalmente, satisfecha, imprimió el carné y me lo dio. Ahí estaba; una foto oscura donde apenas salía mi cabeza, sin hombros ni cuello. Y, lo más sorprendente, estaba borrosa. Y me pregunté para qué sirve un carné así, con una foto tan mala, que no facilita la identificación de la persona que hay en ella. Y así, tal cual, me fui de allí, borrosa para siempre.