No es casual que la ciudad de Boston sea conocida como la Atenas americana, pues en su ámbito urbano se concentran un buen número de importantes centros universitarios y su nivel cultural es reconocido en todo el mundo. Sin embargo, sus dos universidades más destacadas, ambas elitistas y privadas, que siempre aparecen en los primeros puestos de las quinielas del saber, no están precisamente en su término municipal, aunque sí dentro de su amplia área metropolitana, sino en el vecino municipio de Cambridge, del que solo la separa el río Charles.
La más antigua, la Universidad de Harvard, fue fundada en el siglo XVII y es también la mayor y, ubicada al noroeste de la ciudad al lado del río, la más alejada del centro, aunque en metro (línea roja) se accede a ella en media hora escasa. Se extiende alrededor de la plaza homónima del viejo Cambridge, llena de ambiente universitario y comercial y de edificios históricos. Su enorme campus, de aires británicos, es una zona verde de parques, jardines, placitas, zonas deportivas, bicicletas y caminos entre edificios del clásico ladrillo rojizo que albergan residencias, colegios, facultades, institutos, clubes, iglesias y demás servicios académicos.
Uno de los mayores, la Biblioteca Universitaria, de porte renacentista, fue donado por la madre de uno de los desaparecidos en el hundimiento del Titánic, un joven que acababa de graduarse en sus aulas; hoy es una de las más completas del mundo. Cerca de la entrada principal, la estatua sedente de su gran impulsor, John Harvard, anima al visitante a que le toque su zapato izquierdo, ya brillante por el uso de esa costumbre entre los estudiantes para rogarle buena suerte en sus estudios, entre los que destacan los de Medicina, Artes y Humanidades. El escudo universitario muestra su color, el rojo, y su lema, “la verdad”, estimula a sus miles de pupilos en la búsqueda de lo verdadero en el saber, en el trabajo, en el progreso, en la propia vida. Que se lo pregunten al presi Barack Obama, al empresario Bill Gates o a la actriz Natalie Portman, alumnos que fueron de la casa.
Saliendo por la larguísima avenida Massachusetts hacia el río, llegaríamos directamente (la misma línea roja del metro, pero en sentido contrario al anterior, nos llevaría ahora en pocos minutos) al no muy lejano Instituto de Tecnología de Massachusetts, el famoso MIT (que los locales, al deletrearlo, conocen como el “em-ai-tí”), la segunda de las dos universidades aludidas. Situada también a la orilla del río pero más al este y más cercana al centro de Boston, fue fundada en el siglo XIX y es de menor tamaño. Su campus conforma una pequeña ciudad, sin el empaque ni la solera del anterior.
Sus edificios, de grandes dimensiones, son ya de corte moderno y contrastan la solidez y desnudez de hormigón de algunos con otros de atrevido diseño abierto y nuevos materiales; el mayor de ellos, cuya entrada sorprende por sus columnas y su entrada de altos techos, consta de un interminable pasillo central del que salen otros laterales, todos abarrotados por alumnos, profesores y demás personal que van y vienen de continuo, a la manera de un hormiguero humano.
Lo mismo ocurre con sus calles, plazas y mobiliario urbano, más amplios y actuales, poco que ver ya con sus homólogos ingleses. Aunque en sus múltiples centros se estudian asímismo todo tipo de saberes, son la Economía, la Lingüística y, sobre todo, la Ingeniería Tecnológica de su MitLab, laboratorio de computación e inteligencia artificial, (antes impulsadas por la industrialización, la guerra y la carrera espacial, y ahora por la globalización, la robótica e internet) las que le han dado fama, haciéndola muy selectiva y llenándola de investigadores galardonados con el premio Nóbel y otros altos reconocimientos. Su logotipo son sus iniciales en mayúscula con diseño geométrico y en colores gris y rojizo, y su lema hace honor a su objetivo de aplicar a la vida práctica las teorías desarrolladas: “la mente y la mano”. De sus aulas han salido, entre muchos otros, el lingüista y politólogo Chomsky, el economista Krugman o el actor James Woods.
Las visitas a estas universidades pueden hacerse por libre, pero también las hay guiadas, dirigidas por estudiantes que te van explicando la historia del campus y de los diferentes edificios, trufada de interesantes anécdotas sobre la vida estudiantil. Son gratuitas, aunque se espera siempre la correspondiente y razonable propina. Hay, por supuesto, zonas y servicios que solo permiten el acceso a estudiantes, profesores y personal acreditados. Un caso especial, sin embargo, son las jornadas de puertas abiertas, que permiten la entrada en bibliotecas, talleres y laboratorios, la presencia en prácticas y demostraciones de los estudiantes y la participación en actividades relacionadas con las enseñanzas del lugar.
Y, en contraste con el ambiente de inseguridad y precaución que se respira en la ciudad desde el atentado en el maratón, hace tres años (y en todo el país desde el 11S), asombra la facilidad con que se entra a estos recintos educativos, con plazas, puertas, pasillos, oficinas, aulas, despachos, laboratorios, almacenes y demás dependencias abiertas, sin apenas medidas de seguridad, al menos a la vista. Y con mucha gente y laboriosidad por todos lados.