Cuando una serie se gana el sello “de culto” es por algo, en el caso de Breaking Bad por muchos motivos. Desde un reparto asombroso que borda a unos personajes con muchas caras hasta la ambigüedad de géneros con la que juega en cada episodio.
La primera toma de contacto con la serie suele ser idéntica para todo el mundo, ver “al padre de Malcolm in the Middle” en un papel serio. Pero esa sensación dura poco, la etiqueta de “padre de Malcolm” se borra enseguida. Bryan Cranston es Walter White de la misma manera que Hugh Laurie es el Dr. House. Personajes carismáticos que marcan una carrera y llenan la estantería de premios. Cranston lleva varios años monopolizando los Emmy, y todo parece indicar que hasta que acabe esta magnífica serie lo seguirá haciendo mientras confirma una vez más que los buenos actores de comedia son muy válidos para el drama.
El argumento de Breaking Bad es sencillo en principio: Walter White es un químico sobrecualificado para dar clases en un instituto de Albuquerque (Nuevo México, cerca de la frontera), pero es a lo que se dedica. Este trabajo lo compagina con el de currito en un lavadero de coches. Pluriempleado, ya que su familia lo necesita. Su mujer (Skyler) luce un avanzado embarazo y su hijo (Walter Jr., interpretado por RJ Mitte, quien de verdad tiene una parálisis leve) sufre parálisis cerebral. Un día de su anodina vida Walter se entera de que padece un cáncer de pulmón en fase terminal, noticia que no comunica a su familia.
Muchas ideas pasan por la cabeza de Walt desde ese momento, y todas con la misma finalidad: dejar a su familia en una holgada situación económica. La vía la acaba encontrando gracias a su cuñado Hank, agente de la oficina antidroga estadounidense (la DEA), quien lo invita (como químico que es) a ver en vivo una redada en un laboratorio de unos traficantes de la zona. Allí se reencontrará con uno de sus antiguos alumnos, Jesse Pinkman, camello con el que decide empezar a “cocinar” metanfetamina. El acuerdo es claro: Jesse se encarga de mover la droga y Walter de la química, de fabricarla. Pero en este negocio los planes nunca salen bien ni 2+2 tienen que dar 4.
Lo que en principio es algo provisional para abastecer de dinero a su familia cuando él falte debido a su enfermedad, se convierte en una espiral de ambición, patetismo, adrenalina y, por qué no, reconocimiento profesional. Su ego como químico se ve alimentado, Walter es el creador de ese “material azul que es pura calidad” (como dice el narcocorrido con el que empieza uno de los episodios de la primera temporada).
Breaking Bad no es una serie de humor, pero tiene humor (sórdido y negro, estilo Rockstar, ahí está el abogado Saul Goodman que parece sacado de un GTA). Tampoco es una radiografía de la situación que se vive en la frontera mexicoestadounidense con el tema de los cárteles, pero sí se habla de ello, quizás como en ninguna otra. Definirla es limitarla, y lo mejor que se puede hacer con este tipo de obras es disfrutarlas. Por ejemplo de la 4ª temporada que acaba de empezar, Heisenberg (el álter ego con el que Walter se da a conocer en el “mundillo” del narcotrafico) ha vuelto, disfrútenlo.
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