Anders Behring Breivik, el noruego que teniendo 32 años mató el 22 de julio del año pasado a 77 personas, la mayoría jóvenes socialistas a los que les disparó como a alimañas, acaba de ser condenado a tres meses y diez días de prisión por cada asesinato.
En un país de 4,7 millones de habitantes la matanza de Brivik representa lo que serían en España, con diez veces más población, 770 muertos, o cuatro veces los atentados a los trenes del 11M de 2004 en Madrid.
Por todo ello, 21 años de cárcel. Como ya ha cumplido uno, y si no manifiesta al final su deseo de matar nuevamente, saldrá a la calle todavía joven, con 53 años.
Esta es la consecuencia del buenismo legislativo de sus víctimas socialdemócratas, cuyos dirigentes y gobernantes se forman ideológicamente en paraísos utópicos como el de la isla de Utoya, cerca de Oslo, hogar veraniego desde 1950 de la Liga Laborista Juvenil, del Partido Laborista en el poder.
Allí fue donde mató a 69 jóvenes, tras poner una bomba en la capital que provocó ocho muertos.
La socialdemocracia noruega, gobernante durante décadas y más heredera del luteranismo que de Marx, confía en la redención del delincuente a través de su conversión espiritual, su vuelta a la bondad, lo que aquí llamamos reinserción social a imitación del derecho norte y centroeuropeo.
Pero la inocencia noruega se ha roto definitivamente porque este multiasesino hace visualizar dos elementos imprevistos:
Los extranjeros que no se integran en la confiada sociedad noruega y delinquen mucho más que los nacionales, y cualquier mesiánico asesino, autoproclamado salvador de una sociedad idílica, atribuye el origen de los desajustes a esa socialdemocracia luterana que nos hace fácilmente redimibles, incluso a él.
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SALAS