Evito un buffet de 18 euros en el hotel, así que entro en un centro comercial cercano. Pillo un manzana, un zumo JUVER de piña y un sandwich misterioso (no entiendo los ingredientes). En una piedra con forma de cubo, bajo un arbolito, me pongo a desayunar. Hace una mañana estupenda. Cálida y, pee a la bruma, luminosa. Al final el sandwich era de atún, menos mal. Aquí hay mucho salmón, demasiado, como luego comprobé en la Kauppatori (Plaza de Mercado). Allí, entre puestos de souvenirs y ropa de abrigo, se suceden otros chiringuitos de feria donde sirven platos típicos finlandeses para comer en banquetas y mesas cercanas. Muchos se basan en guisos relacionados con el salmón, algunos pescaditos, pulpo rebozado en plan calamares a la romana, albóndigas de arce, etc.
Unas horas antes de este paseíllo por la Plaza del Mercado (junto al puerto, repleto de turistas) me subí a un autobús que recorría por la ciudad en una hora y tres cuartos. Está bien para tener una idea espacial muy general de dónde está todo, ayudado con unos audiocomentarios que te narraban qué era lo que veíamos, aderezados con un poco de historia y de orgullo nacional finlandés al hablar de la calidad del sistema de seguridad social y la educación pública. Estos finlandeses, que no querían estar bajo yugos ni suecos ni rusos. Sólo 5 millones de habitantes hay en todo el país, y en la capital apenas 500.000. Espacio, recursos, equilibrio. Normal que no haya tráfico y que las calles sean espaciosas sin un ápice de contaminación. Y sin apenas ruido de fondo más allá de las gaviotas cerca del mar.
¿Qué coño hacemos en España?
Ya, luego el clima, el vino y la marcha nos quita las penas. Pero vamos. Me basta con leer algo de prensa española antes de salir del hotel y pienso que somos el tercer mundo del primer mundo.
Tras el tour por las zonas más representativas de la ciudad (desde el Estadio olímpico, pasando por el parque de Sibelius o la Iglesia de Temppeliaukiola, bajo unas rocas) me quedo, como comenté, por la Plaza del Mercado. Allí, cuando veo la cola al sol de todos los que esperan el ferry para ir a ver Suomenlinna, se me quitan las ganas de visitarlo mañana. Decido volver a una calle por la que pasamos en el autobús, el Bulevardi, donde había fichado una pizzería (Dennis). Allí como una mini ensalada 'self service', jarra de agua y una pizza de champiñón y pollo por menos de 10 euros. Bonita zona la del Bulevardi, con esa pastelería mítica para puretas llamada Ekberg, como Anita. Me encanta esa palabra, boulevard, aunque tengo la canción de Sisters of Mercy (Detonation boulevard) en la cabeza todo el rato.
Hablando de música, a las 16:00 empieza ese concierto de jazz en Esplanadi, y como todavía tengo un par de horas de por medio decido coger el tranvía 3 y acercarme a Linnanmaki, el famoso parque de atracciones. Es fácil saber cuál es la parada porque es donde se bajan todos los chavales y sus padres. Por fuera me recuerda a una versión express del Parque de atracciones, así que prefiero tomar un camino que bordea el parque e investigar entre la naturaleza. Llego a roca y veo desde ahí la zona sur oeste de Helsinki, y también a una pareja de nudistas que estaban tomando el sol a unos 25 metros de mi. Todo en orden. Sigo bordeando el parque y llego hasta otra parada de tranvía, cojo la 8 y dejo que me lleve hasta la última parada al norte, a ver qué hay. Arabianranta es un barrio de viviendas tranquilo y alejado del centro repleto de edificios de diseño (al menos por fuera). Bajo del tranvía y doy un paseo. A pocos metros de la parada hay un paseo marítimo que bordea la bahía de Hämeentie. Me quedo ahí descansando un rato, mientras pasan algunos con sus bicis o haciendo footing. Se está muy bien ahí, pero vuelvo rápidamente hacia al concierto. Llego un poco tarde y ya está lleno de gente de mediana edad, en su mayotría. Mi movil ha muerto así que busco una sombra y me quedo ahí hasta que termina el concierto de jazz. Un cuarteto de guitarra, contrabajo, saxo-clarinete y un baterista que toca como Dios, manejando tiempos y llevando al grupo hacia donde quiere.
Dan ganas de quedarse aquí, la verdad. Aunque no me quiero ni imaginar lo que debe ser esto con pocas horas de luz en invierno. Otra ciudad.
Cojo el metro y, en dos paradas (sólo hay una línea de metro) vuelvo al hotel a descansar un poco, recargar el móvil y salgo otra vez al centro. Voy a ver el Corona, dentro del conjunto de bares del Andorra, perteneciente a los hermanos realizadores Kaurismäki. Dentro pido media pinta de Guiness y echo un vistazo al local. Un par de barras, mesitas, una terraza y muchas mesas de billar al fondo, pero sólo juega una pareja. En las paredes cuelgan algunos carteles de películas de los hermanos Kaurismäki y suena de fondo temas muy latinos (OMG). De hecho llegó a sonar una versión de La Flaca. Me fui a una mesa a leer un periódico en inglés y al terminar la birra me volví a largar cual sombra silenciosa. Igual me paso mañana de nuevo, pero después de cenar, mejor.
A la salida, nueva vuelta por la zona, buscando algún sitio para cenar. Por Mannerheimintie y aledaños sólo veo restaurantes y terrazas, y sin saber por qué empiezo a caminar como un loco, y vuelvo a pasar por la plaza de la Catedral de Helsinki, donde esta mañana había un desfile de bandas militares ante un público que abarrotó las características escalinatas de este templo. También pasé por Kauppatori, el mercado y la Esplanadi, donde hay un grupo de chicas haciendo una especie de danza del vientre. Sigo caminando y llego a la estación central, luego giro por la plaza al lado hasta el Teatro Nacional de Finlandia, donde hay un cartel de "Terror y miseria en el III Reich", y me acuerdo de la obra de Brecht "El señor Puntila y su criado Matti", que vi en La Abadía hace mil años, con José Luis Gómez y Lluís Homar haciendo de Puntila y Pedro Casablanc como Matti, y no puedo parar de caminar, y estoy empapado de sudor, cojo un tranvía, el número 4, venga ese mismo, el primero que viene, a lo loco, y me vuelve a dejar donde la Mannerheimintie, como si estuviera tratando de escapar de una marea, y vuelvo a caminar y a caminar, sin dirección, como un autómata, atravesando el centro comercial Kampi, donde están cerrando ya (las 21 horas) las tiendas y algunos restaurantes, sigo caminando, cruzo un río y me pierdo durante un par de minutos hasta que diviso a lo lejos una carretera, y un túnel que lo atraviesa por debajo, y recuerdo algo parecido cerca del hotel. Camino por esa calle peatonal que atraviesa la carretera, y hay gente jugando al frisbee y al basket en unas minicanchas, y un borracho se sienta y se levanta de un banco al ritmo de una canción de música electrónica, mientras hay gente que pasa haciendo footing o, cómo no, en bici.
Llego a mi destino, ceno donde ayer y doy una vuelta más hasta que encuentro el Museo de la fotografía, que mañana visitaré, y un par de fábricas misteriosas que hay en la calle del hotel. Allí, miro por la ventana a las doce de la noche y todavía queda un poco de sol por encima de la oscuridad de la noche. Es como un anochecer remolón, que no acaba por fundir a negro del todo.
Más allá de Laponia, imagino, estará esa naranja en el cielo que decía Atxaga.
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