Un día tranquilo.
Después de comprar el desayuno en otro súper cerca del hotel, cojo un tranvía y vuelta al centro. Esta vez hasta la parada de la Opera de Helsinki. Al otro lado de la calle se encuentra el Estadio Olímpico, pago tres euros y subo hasta la última planta de la torre desde donde se divisa toda la ciudad. Esa parte es bastante estrecha, imagino el caos en hora punta. Bueno, no. En este país no me imagino la palabra caos. Hay una bonita panorámica de la ciudad, rodeada del verde de los bosques y con una apariencia bastante uniforme. Mientras espero el ascensor, hay una pequeña sala con fotos de hitos sucedidos en este estadio. Desde un concierto de los Rolling Stones hasta un córrner lanzado por Jari Litmanen. Lástima que hayan elegido una foto del mejor jugador de fútbol finlandés de todos los tiempos en la que sale DE ESPALDAS. Abajo me encuentro una manada de jubilados que están entrando para subir a la torre. De buena me he librado. Salgo y camino hacia el estadio de fútbol principal de la ciudad, Sonera Stadium, donde un grupo de trabajadores están preparando un equipo de iluminación en una de las gradas.
Cojo un tranvía, el 10, que me lleva a otra punta de la ciudad más hacia el noroeste. En Pikku Huopalahti no hay atracciones turísticas. No hay turistas. No hay apenas nadie por la calle. Es un barrio de casas bajas pero con diseños muy curiosos. ¿Qué coño hago aquí? Me gusta la sensación de estar aquí. Sólo eso. No creo que pueda sentir algo parecido en mi barrio de Madrid. Dudo mucho que sienta algo similar estando en Benidorm, Gandía o Torremolinos. Por eso vine aquí. Doy un paseo por la zona, saco fotos, apenas me cruzo con gente. La contaminación es una fantasía en esta parte de la ciudad y, en general, por toda la ciudad. Bajo de nuevo hasta Opera y cojo otro tranvia que me leva a una pequeña playa al oeste, y me encuentro con un escenario diferente al anterior. Barrio de Munkkiniemi, chalets, bonitas vistas al mar, residencia de embajadores, estamos casi en la montaña. Una señora se baja del tranvía con una silla plegable y va a la playa donde sólo hay unas pocas personas. A esto le llaman calidad de vida.
Vine a Helsinki a andar, coger tranvías que me lleven lejos del centro, observar a la gente y sentir que estoy AQUÍ y no allí. Lejanía y soledad. Y de paso visitar algún museo. El de fotografía al lado del hotel que tenía pensado ir hoy no puede ser. A última hora me entero de que cierran en julio. Paska.
Pero sí que entro en el museo de arte contemporáneo Kiasma, que quiere decir "Juntos", y en donde también aproveché para comer. Dentro del museo hay obras muy interesantes, como un recopilatorio de artistas que han expuesto en este centro durante estos últimos años. Me encantan las instalaciones de Jacob Dahlgre, por ejemplo, su"Maravilloso mundo de la abstracción" en el que te puedes meter literalmente dentro de su obra, o los videos de Hannu Karjalainen, "El hombre de la camisa azul" y "Mujer con pelo oscuro" o el de Brad Downey, "This is how we roll". Aunque lo mejor de todo fue la exposición del artista chileno Alfredo Jaar, activista critico y comprometido, original y cuya obra tiene bastantes referencias "pop" actuales, incisivo contra los medios y la política de Occidente (sobre todo la norteamericana) de los últimos cuarenta años. Una de sus obras, además, te la podías llevar a casa: Un bloque de láminas - posters en los que aparece la frase "You Do Not Take a Photograph. You Make It".
Al terminar vuelvo a Esplanadi a ver quién toca a las 16:00, pero aburre un poco. Jazz estilo "música ambiental en directo" en el bar del hotel o el crucero de turno. Me quedo con un grupete que en un banco han traído un poco del universo del Treme de Nueva Orleans a este parque. Intento entrar más tarde en la Capilla del silencio, de la que tanto y tan bien había oído hablar antes de venir. Un rincón para el silencio en un vértice del bullicio de Kamppi, decían. No sé por qué pensé que no tenía ningún matiz religioso ese lugar, pero cuando veo en la entrada a un hombre de negro y alzacuellos blanco salgo de ahí pitando.
Por cierto, dicen que no se oye a la gente hablar por la calle y no es cierto. La gente habla, pero con el volumen justo, y para nosotros eso es bastante bajito, claro. Pero no es que te rodee silencio, precisamente. Los países más mediterráneos es que llevamos el ruido en la sangre, creo.
Sigo dando vueltas como uno de esos borrachos con los que me cruzo, a medio camino entre el perroflauta ibérico y el bohemio de la calle. Algunos cantan o tocan un instrumento, otros simplemente beben otra cerveza más. Sin ganas de montar bronca. Parece que aquí va cada uno a lo suyo, sin molestar al de al lado. Paso por el Senado, majestuoso y vacío en sus escalinatas anaranjadas y me dejo llevar hasta una terraza donde un hombre toca al piano "Somewhere beyond the sea" y me dan ganas de cantar con él. Sigo caminando hasta que acabo sentado en el césped que hay sobre una colina frente al Kiasma. Atardece y la luz del sol llega cálida y suave, lo que invita a que se reúnan muchos grupos dispares en ese lugar. Unos hacen skate, otros beben algo, otros escuchan música, hablan, ríen. Easy life. A lo lejos se oyen ritmos jamaicanos que proceden de un partido de fútbol que están jugando unos inmigrantes en una especie de torneo callejero en una pequeña cancha situada cerca de la Estación Central.
Hay poca presencia policial por las calles y en edificios públicos. Me temo llegar a Madrid y sentirme en una cárcel de máxima seguridad, creo. El problema no está en la policía. Se trata de si estamos preparados ahí, al sur de los Pirineos, para vivir en una sociedad que no necesite tanta presencia policial. Me temo que no.
Este fantasma que os escribe no quería repetir la escena pánico de ayer noche, así que perfilé alternativas para la cena. Pensé irme a conocer otra punta de la ciudad, coger algo en un super, volver al hotel e improvisar una cena barata y ligera. Pero en mitad del plan se me cruzó un cable y cambié de opinión. Empecé bajándome en Hakaniemi, en una plaza enorme y vacía donde creo que hay un mercado cerca del mar. Los minutos pasaban y dudé entre coger el metro, seguir el plan inicial de ver mundo o, directamente, tomar un tranvía de vuelta al hotel previo paso por el supermercado de esta mañana. Elegí esta opción pero, oh, decido bajarme dos paradas después, donde hay otra parada de metro y otro supermercado. Sin ninguna razón. Entro y veo que están recogiendo varios restaurantes en ese centro comercial junto a la estación de metro. Sigo bajando escaleras y de repente me encuentro un restaurante: "HAPINESS, thai-buffet 10 euros". Sin saber cómo ni por qué me veo pagando a una señora tailandesa por ese "buffet". Imposible volverse atrás.
Horrerur.
Apenas quedan platos del buffet. Me giro y veo que el horario es hasta las 20 horas. Soy el único cliente y han pasado 15 minutos del horario de cierre. Están recogiendo lo que queda de ese tugurio sacado de un ghetto de Bangkok mientras cojo un plato y pongo un poco de arroz amarillo, noodles con algo marrón, trozos de pollo (?), rastrojos de verduras asadas, un par de rollitos y otro par de pinchos con pollo rebozado y mojado en salsa de color rojo brillante. De paso termino con una ridícula bandeja donde hay un par de makis, uno con algo rojo encima y otro con algo verde fosforito. Apenas hay agua en un dispensador y me siento en una mesa junto a la cocina. Los camareros me miran recelosos, deseando que termine cuanto antes, y eso hago. En menos de diez minutos he vaciado mi plato. La boca me arde por la mezcla de salsas pero reconozco que no sabía del todo mal. Sí, vine a Helsinki para todo lo que dije antes y para cenar fuera de hora en un tugurio dentro de una estación de metro, donde cada vez que pasa un vagón tiembla el suelo.
Salgo escopetado hacia una versión reducida del supermercado de esta mañana que está justo enfrente del tailandés y pillo algo para desayunar mañana en el hotel y así hacer el check-out pronto, dejar las maletas en consigna y dar otra vuelta por la ciudad antes de pillar el bus hacia el aeropuerto. Cojo el metro que tiene una iluminación psicodélica y magnética al bajar las escaleras, lo que haría las delicias de Wong kar wai. Al salir en Ruoholahti camino en dirección opuesta, y bajo una lluvia finísima, llego a un canal donde hay un grupo de tres chicas sentadas en el borde mientras ven anochecer relajadamente. Cuántas fotos llevaré ya de este viaje. Demasiadas. Hacía mucho que no salía a ver mundo, desde aquellas crónicas bohemias de Praga.
Lo echaba de menos.