Revista Filosofía

Breve reseña de Ignacio Ellacuría, “Utopía y profetismo desde América Latina: Un ensayo concreto de soteriología histórica”, en: Escritos teológicos II (San Salvador: UCA Editores, 2000)

Por Zegmed
Imagen tomada de http://blogs.heraldo.es/gervasiosanchez/?p=111

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En este texto, Ellacuría articula los conceptos de utopía y profecía como conceptos interdependientes, siendo la profecía condición de la concretización de la utopía, y siendo la utopía el horizonte en el cual la profecía se enraíza. Para desarrollar estas ideas, Ellacuría presenta cuatro puntos, los mismos que resumiré en lo que sigue.

La primera cuestión es la correlación entre utopía y profetismo. Una buena forma de graficar el primer concepto, sostiene el autor, es poniéndolo en sintonía con el reino de Dios. Para Ellacuría, la utopía cristiana es el reino de Dios. Sin embargo, cuidadoso como siempre, Ellacuría afirma de que esta identificación corre el riesgo de reducir el reino a aquello que coincide con el concepto de utopía, teniendo éste muchas más dimensiones que las utópicas (236). En relación al profetismo, el autor sostiene que este supone una contrastación crítica con el presente. Esto, no obstante, no supone la identificación del reino de Dios con proyectos personales o políticos específicos (237). De lo que se trata es de una superación (no evasión) dialéctica del presente vía la referida contrastación crítica y del prenuncio del futuro (238). Ahora bien, esta negación del presente no supone solamente una buena conducta moral personal, sino también el compromiso con objetivaciones socio-políticas (240).

El segundo acápite del texto pone su atención en el hecho de que América Latina (AL) es un lugar privilegiado para ver encarnada esta relación entre utopía y profetismo. La situación de AL es paralela a la del siervo de Yahveh en Isaías: existe mucho sufrimiento, pero también la expectativa de redención (241). Lo cierto es que el presente de AL no encarna la utopía esperada; encarna más bien lo que no debe ser (2.1) (242). Ahora bien, Ellacuría reconoce con honestidad de que no debemos idealizar a AL como una víctima del resto del mundo: hay mucha injusticia que sucede aquí mismo. Para él, AL es también parte del pecado del resto del mundo (2.2) (243).

En su tercera sección, Ellacuría se ocupa del profetismo utópico de AL y de cómo este puede generar condiciones para una nueva libertad y una nueva humanidad como producto del proceso de liberación. Así, en primer lugar se destaca el rol de la denuncia profética (3.1), particularmente en relación a la opresión capitalista ejercida por el Norte sobre el Sur (245). Este es un hecho que ha sido denunciado también por recientes encíclicas de Juan Pablo II, precisa el autor. En el caso concreto de Centro América, además, la opresión tiene un autor claro, a saber, los EEUU (248). Esto lleva a Ellacuría a introducir una objeción más de fondo al modelo capitalista: para él, siguiendo un movimiento kantiano, el problema del ideal capitalista de la civilización occidental es que no puede ser universalizado (249). Para él, el sistema capitalista tiende hacia el individualismo y la acumulación y por ello no puede ser una máxima universalizable. En relación al rol de la Iglesia, el autor indica que esta ha sido muy tolerante con la situación de opresión, muchas veces debido a relaciones de conveniencia mantenidas con el status quo (250-251), aun cuando es verdad que existen notables excepciones de lo contrario. Ellacuría resalta también la falta de inculturación por parte de la Iglesia (251): para él de lo que se trata es de buscar una forma de convivencia que sea universal y sostenible, pero no uniformizante (254). Para Ellacuría (3.2), la respuesta yace en una opción preferencial por el pobre que se convierta en una opción dogmática del ser-cristiano, además de un principio operativo de discernimiento (255). Respecto del concepto de profetismo en el caso de AL, el autor precisa que se refiere más específicamente a aquella opción por el pobre que se manifiesta de modo activo, como compromiso y toma de consciencia de la situación de opresión y como reacción en contra de ella. Sin embargo, Ellacuría es muy claro al decir que esta preferencia por lo activo no reduce en lo más mínimo el hecho de que los pobres, por el mero hecho de su condición de insignificancia, han de tener siempre preferencia (255). Esta opción preferencial por el pobre y contra la pobreza se convierte en AL en una señal de esperanza, una esperanza contra toda esperanza, lo cual llena las vidas de los pobres de expectativa y sentido (256). Esto es algo nuevo en el contexto de AL, algo que no debe ser reducido, sin embargo, a meros compromisos políticos. Para Ellacuría, este es el resultado de una genuina esperanza cristiana que supone un nuevo comienzo como resultado del esfuerzo de transformar radicalmente el presente (257-259). De lo que se trata, entonces, es de la creación de nuevas condiciones para el verdadero ejercicio de la libertad: liberarnos de la situación de opresión, libres para vivir en genuina libertad.

Finalmente, en su cuarta sección, Ellacuría desarrolla la idea de que la utopía cristiana prenuncia una humanidad, tierra y cielo nuevos. El primer punto del autor es que no podremos hablar de una humanidad nueva (4.1) si es que no se supera la cultura de la acumulación (266). Lo que corresponde es pasar de una cultura tal a una marcada por la solidaridad. Así, no se trata de volver al pobre parte del sistema de los ricos, sino de transformar el sistema todo en uno más preocupado por la situación de los demás (268). Esto, por supuesto, supone una esperanza siempre abierta a las posibilidades del futuro (270), las posibilidades de una tierra nueva en la que paulatinamente se vaya realizando la utopía cristiana (4.2)(272). En ese sentido, en un giro ciertamente retórico, Ellacuría propone pasar a un nuevo orden económico donde predomine una civilización de la pobreza, la misma que no supone empobrecer a todos por igual, sino un radical contraste con una civilización centrada en la acumulación de riqueza. Para él, el punto es crear una civilización para un genuino ejercicio de la libertad, lo que supone verdadero desarrollo y la posibilidad de un trabajo que nos realice como seres humanos (274-276). En resumen, el propósito de este nuevo orden económico es el de crear una economía al servicio del ser humano (277). Todo esto conduce a plantear la pregunta sobre el mejor modelo económico para AL y Ellacuría responde con cierto optimismo que todo indica que este modelo sería el socialista. A pesar de ello, el jesuita no duda en señalar las deficiencias del modelo para evitar optimismos carentes de cautela crítica (278-279). En relación a lo social, el autor mantiene que debemos pasar a un orden en el que el Estado sea cada vez menos determinante para dar paso a una mayor participación comunitaria (281-282). Cuando le toca hablar de lo político, Ellacuría señala con claridad la necesidad de un cambio revolucionario en el cual la libertad y la justicia de encuentren de la mano. En ese sentido, vuelve a insistir, parece que en el caso de AL el socialismo es la forma más natural para encarnar dicho cambio. Ahora bien, conviene resaltar que a pensar de la expectativa que el socialismo despierta en Ellacuría, él es muy claro al recalcar que de ningún modo la utopía cristiana debe identificarse con un proyecto político como este (285-288). Finalmente, en relación al nuevo orden cultural, el autor propone nuevamente un ejercicio liberador que le dé a la cultura de AL mayor autonomía, lejos de la imposición de costumbres y modos de ser que le son ajenos (288). De lo que se trata es de aspirar a una nueva tierra en la que el nuevo cielo (4.3) se vuelve operativo en la historia, operativo en la medida en que se siga al Jesús que se hizo historia (291). Esto requiere, como indica el autor, una Iglesia que se pone del lado de los pobres y que es ella misma, una Iglesia pobre y de los pobres (292).


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