Revista Cultura y Ocio

Breviario de vidas excéntricas /37/ Gloria Bolaños

Por Calvodemora

Una de las ventajas de tener un amiga imaginaria es la posibilidad de no estar sola nunca. Hay quien no soporta la soledad. De hecho, es la soledad la que hace que el mundo no gire en armonía. Todas las guerras del mundo provienen de la soledad de quienes las batallan. Si uno acepta estar solo, no anda maquinando maldades no urde con quién enfrentarse. Un amigo fabricado dentro de la propia cabeza es más fiable que uno que pulule afuera, de los que no siempre se tienen a mano cuando se le precisa, de los que no están ni se les espera. El amigo imaginario abastece a quien lo inventa de un inagotable banco de recursos lúdicos. Hasta de limpios abrazos si uno afina la piel lo bastante. Yo misma tengo una amiga imaginaria y jugamos a una enorme variedad de juegos. El que más nos gusta es el de asomarnos al borde de la alberca de mi tía (o debo decir de nuestra tía, porque hay veces en que más que una amiga la siento como una verdadera hermana) y ver reflejada en el agua, turbia a veces, gris tirando a un verde pastoso otras, la imagen de nuestros trajes de domingo. Ven, Gloria, mira el agua de la alberca. Si mamá me hacía unas coletas, veía un par. Si movía las manos arriba y abajo, son cuatro las manos que hacían ondas en el agua. Hemos jugado a eso durante muchos veranos. Eran juegos fabulosos que se extendían tardes enteras y nos conducían, extenuadas, al sueño. Lo que soñábamos era una continuación de la vigilia. Al despertar, nos contábamos el contenido de esa fantasía involuntaria. Yo imaginaba caballos persiguiendo un tren y mi doble imaginaba un tren encimando unos caballos. 

Hasta entrada la adolescencia , no revelé a nadie que tenía una compañía imaginaria. Fue un novio que me eché en una fiesta de fin de curso. En cuanto, en los bailes lentos, me asía del talle o envalentonaba su mano cerca de mi pecho le susurraba al oído que a mi amiga imaginaria le incomodaban esas libertades, pero que a mí no. Que a mí podía tocarme libremente, que mi cuerpo era suyo, que mi alma le pertenecía, en fin, todas esas cosas de telenovela de sobremesa que yo escuchaba en la mesa camilla, mientras mamá zurcía calcetines con esos pesados huevos de madera, y yo (o quizá en adelante deba decir nosotras) me dedicaba a leer tomos de una colección de Los Cinco, que alguien me regaló (o nos regaló) en un cumpleaños. El novio no se arredraba ante esa confesión un poco violenta. Creo que la consideraba uno de esos preliminares verbales que los amantes se azuzan antes de entrar en faena. Dejo aquí registrado que no metió más mano de la que yo misma permití. No necesité acudir a mi hermana invisible para sacarle la mano de la blusa o sugerirle que no me lamiera la oreja, que me imaginaba a una vaca (era un mozo tirando a rellenito) y me daba un asco considerable.

Como cosa de papá, estudié Farmacia en la capital. Dejé el pueblo con el entusiasmo de quien reconoce en la gran ciudad un parque temático de sus vicios. Los míos, muchos y muy sofisticados, los dejaba a la consideración de mi doble, pero casi nunca me reprendía por lo insólito o lo procaz de alguno, Bien al contrario, me animaba, me infundía el ánimo que yo no poseía, me daba el aliento de la fundación primera del pecado, el que hace que todos los demás pecados caigan en tropel, acudan en tromba, se alisten en la cabeza a la espera de que yo los invite a la ceremonia de mi diversión. De verdad que aprendí bien pronto a respetar mis vicios, a no incomodarlos, a tenerlos felices ahí adentro, como ya saben. Al novio aquél primerizo, el de la lengua de vaca, le siguió uno un poco flacucho y triste, que se dejaba querer casi sin que una pudiera censurarse. Lo invité a casa de una amiga porque nosotras vivíamos en una habitación doble de una residencia de estudiantes, muy cara por cierto, muy divertida también, a la misma espalda de la Facultad. Mi amiga, a la que todavía trato y con la que tengo la mayor de las intimidades, me dejaba la llave en una maceta del rellano, envuelta en un papel de aluminio y enterrada con mucho esmero en la tierra marrón de una planta feísima, más muerta que viva. No sé el motivo del embalaje. Quizá por algo que no me contó. Usé una decena de veces esa llave. Todavía, al usar llaves que abren puertas, imagino que dentro me espera el placer, no puedo evitarlo. No es que cuente mis encuentros galantes, pero en aquella época me entretenía esa estadística que hoy, ya nada joven, no valoro ni consiento. 

No hubo amante ocasional (todos lo eran) con quien no me sincerara, ninguno que rechazara de plano esa promiscuidad verbal mía , aunque sospecharan, en el fondo, que yo no anduviera muy bien de la sesera. Y ando, claro que ando, ando bien o ando más que bien. No hay día en que no aprecie vanidosamente la soltura en la que me manejo en el trabajo. Aprobé unas oposiciones de banca y dirijo (o debo decir dirigía o incluso dirigíamos, ya me van entendiendo) una sucursal de una gran Caja en una de esas ciudades dormitorio en la que nadie conoce a nadie. He llegado a pensar que no es extraña esa circunstancia. Porque no había una directora. En la mayor parte de las veces, éramos dos. En realidad somos dos las que pensamos, dos las que discutimos y dos las que llegamos a la más razonable de las conclusiones. Nuestro expediente académico fue excelente. Luego ese título de Farmacia sirvió de bien poco. Nos acordamos de que existe, escondido en el trastero, cuando nos medicamos y abrimos todos eses pliegues de los prospectos. Papá quedó satisfecho de que su hija (él nunca aceptó que fuésemos dos por mucho que yo me esmerara en cómo confiarle el secreto) cursara la misma carrera que los ancestros que adornaban la escalera de casa. No iba a estar ahí mi retrato. No, al menos, como profesional del ramo. Ni como feliz mujer casada con un hombre que me colme en atenciones y me haga la más feliz de las esposas. Tener una amiga invisible abre unas puertas y cierra otras. La del amor no fue nunca relevante. La otra Gloria Bolaños se vale conmigo y yo, perdida en sus cariños, prendada de la cercanía que me concede, me valgo con ella.

Cuando mi hermano Óscar entró en el seminario, pensé en Dios como nunca lo he hecho. Dios, ese falso amigo, le dije, no te va a hacer más feliz. Yo tengo el remedio, Óscar. Yo sé cómo hacer que tu vida espiritual sea completa sin tener que estudiar todos esos libros, sin tener que aceptar todos esas mentiras antiguas. Deja que la religión sea una cosa de domingos a las doce, no le des más oportunidades. Terminará arruinando tu vida, créeme. No me hizo caso, no suele hacerlo. En la vida normal, incluso en la vida fabulada en una cabeza como la mía, Dios sobra. Entiendo que otros lo reclamen, lo hagan parte de sus días y de sus noches y lo inviten a la mesa y hasta lo metan en su cama y le hablen confiada y amorosamente antes de que les venza el sueño, pero yo he encontrado el dios subalterno, el pequeño dios rudimentario con el que converso y al que someto mi vida entera. A mi doble le incomoda que yo tenga una tercera persona en mi cabeza, pero acepta que yo cuente con él, lo haga cómplice de mis desvelos y le confíe mis inquietudes cósmicas. A mi modo, a mi secreto modo, le rezo algunas noches. Hablo sola, escucho en el silencio de mi dormitorio de mujer soltera con amiga invisible mi voz suave, noto el peso de las palabras acomodándose en el aire, valoro ese peso limpio y sincero y sin saber cómo, de verdad que no sé cómo, tengo la certeza de que todo lo que voy barruntando, todas esas historias empezadas y acabadas, son registradas en algún lugar al que no sé nombrar. Óscar dice que no es ningún dios personal, ningún Jesús privado, al que hablo. Con quien hablas es con el mismo Dios al que yo le hablo, Gloria. Son el mismo Dios misericordioso y bueno. Tu Dios y el mío son la misma maravillosa cosa. Pero yo desoigo esa reflexión de mi hermano.

Hay personas extremadamente favorecidas por el azar. Una de ellas es mi hermano Óscar. Le hizo buena persona, le dio el don de la bondad, le concedió la sonrisa hermosa de los hermanos limpios. Si yo no tuviese a mi hermana invisible, haría que Óscar entrase en mi cabeza. No le pediría permiso. Lo traería hacia mí y lo apresaría dentro. Siendo hombre, sería una relación conflictiva. Tantos años con una mujer que no soy yo alojada en mis meninges, en las circunvoluciones cerebrales, en las arrugas del misterioso cerebro, me ha hecho que no me deje engatusar por las carantoñas de los hombres. Dejo que me toquen, a veces incluso exijo que me toquen. No pierdo ocasión de buscar llaves en las macetas y abandonarme a mis amantes, que no han sido pocos. Otra cosa, otra bien distinta, otra poco asumible por mí, es que tenga que conocer a sus padres, plancharle la ropa o usar el huevo duro de mi madre para zurcirle los rotos del calcetín. No debería una contar nunca estas intimidades, y sin embargo las cuenta, las deja aquí, constatando la única verdad a la que puedo agarrarme ahora que todo parece venirse abajo, cuando el mundo que he estado construyendo desde que vi a mi hermana en el agua de la alberca, duplicando mis coletas, repitiendo el mismo vestido azul, la misma cara con pecas y la misma mirada como perdida. A Gisel, una amiga mía de Puerto Rico, muy de misa y de librito de salmos en el bolso, le parece brillante que yo haya inventado un dios portátil. A pesar de que rece a diario y respete los dogmas de la Santa Madre Iglesia, comprende que algunos estemos a gresca con los mandos de la fe y prefiramos un templo propio, uno a medida le digo, de fácil mudanza, Gisel. A ella, que en Puerto Rico tienen unas ideas muy avanzadas en asuntos de fe, no le inquieta que cada uno tenga su propia fe, como cantaba un cantautor barbudo, no recuerdo el nombre, en el casete de papá en los veranos de la casa de campo. Ni que tengamos nuestros propios amigos, los que no se suelen tener, Gisel, le aclaro antes de explayarme a gusto en la historia de todas las personas que he ido alojando en mi cabeza desde que vi a mi doble en la alberca.

El informe médico dice que tengo un cáncer que avanza. Le dije al doctor si llegaría la cabeza y me dijo que no. Está en los pulmones, Gloria. Creo que ahí hará su gran obra, le contesté. Tengo los días justos para ir poniendo en situación a los míos, añadí. No tendré que ir muy lejos.

Anoche le hablé a mi doble más antigua. Hay otras, siempre hubo otras. Mujeres que iban y venían. Voces dentro de la cabeza que me hablaban, orejas que escuchaban, libros en los que ir anotando el ir y el venir de los días, los que ahora el doctor dice que tengo contados, los que no me dejarán llegar a vieja, los que no tendré para visitar los países de los documentos del canal por cable. Siempre quise ir a Vietnam. Tengo una amiga en Vietnam. Me escribe correos electrónicos en un inglés sencillo, pero hay mucho amor en sus palabras rudimentarias. He mantenido conversaciones larguísimas con personas de una formación académica formidable, gente con facilidad para la charla y experiencia suficiente como para levantar una cita muerta y hacer que brille y sea memorable, pero en ninguna de esas maravillosas tertulias he logrado la quietud y la paz interior que me dejan las cartas de mi amiga vietnamita. Se llama Thi, que significa poema. Mi poeta vietnamita es joven y tiene una cara confundible con cientos de caras vietnamitas, lo cual no es muy halagador para quien me conforta de ese modo, pero ella se ríe cuando se lo explico. Se ríe con palabras, que es una forma adorable de manifestar la risa. Yo escucho cómo se ríe si leo en voz alta, en inglés, lo que Thi me escribe. Son declaraciones de amor muy inocentes, pero no es un amor carnal, no es uno de esos amores que de vez en cuando sentimos y nos hace perder la cabeza. El suyo, el de la buena de Thi, es el que busca una hija en una madre. He tenido la voluntad de traer hijos a este mundo casi en cada ocasión en que un hombre ha entrado dentro de mi cuerpo, pero he desechado ese deseo en cuanto he estimado si a mi doble le satisfaría que yo me desdoblase y tuviese que atender a alguien de carne y de hueso, alguien menudo y frágil que solo me tuviese a mí para conducirlo por el mundo y hacerlo grande y fuerte. Porque yo no querría un hombre en el acto de hacerlo crecer y de educarlo. Lo haría yo, Thi, yo le contaría las ventajas de tener a alguien dentro de su cabeza. Al principio una persona, un amigo imaginario, un dios subalterno, pero después otro, que conviva con el primero. Le instruiría en el arte de hacer que congenien. No es fácil. No lo fue conmigo, Thi. Ni siquiera mi hermano Óscar malogró mi intención de internarme en un centro de atención psiquiátrica. Estuve un año, o quizá fueron dos. 

Los fármacos no me hicieron bien alguno. Sé de lo que hablo porque estudié Farmacia, aunque luego de poco me ha servido, ya sabes. En esa residencia para sonados cara, muy cara, como todo lo que mi familia me busca para que sane y deje de parecer la loca que suelo, me eché un novio que trabajaba en la cocina. Olía a sopa de sobre, a mugre desordenada, a musgo y a flores rotas, pero a mí me encantaban sus manos. Recuerdo que me tocaba el pelo. Suavemente. Yo miraba por la ventana como miran por la ventana los locos que salen en las películas de locos. Uno coge un punto fijo y deja que el reloj avance. En realidad no existe un concepto de reloj ni de punto fijo. No hay una literatura, Thi, no sé si me estás entendiendo. There's no a literature for that. Lo curioso es que sale una de todo. Más que la química, tan adorable a veces, lo que logra que todo deje de doler tanto es la vida interior que tengas dentro de tu cabeza. La razón por la que me internaron fue a la postre la que hizo que me diesen el alta. Mi doble me aconsejó bien: tú sabes cómo convencerlos, tú sabes qué decirles, tú solo di lo que las dos sabemos que desean escuchar. No somos dos, somos más, lo sabes, le digo yo a escondidas, cuando las enfermeras no están mirando y andan en sus cosas. Thi, el cáncer es una bendición, te lo juro. No sé cómo hacer que me entiendas todo esto que te digo. A lo mejor encuentras a alguien que te transcriba mi carta al vietnamita. Tiene que ser hermoso tu idioma. Me hubiese encantado ir a verte, dejar que me enseñases los templos y las calles perdidas, la selva y el mar. Luego haría yo de maestra de mis invitadas, de mis amigas invisibles. Al dios que me tutela, uno de ellos, más bien, no le hará falta ese aprendizaje. Sabrá todos los idiomas. Pensé en eso, en la idea de un dios más grande que la máquina de Google, una especie de dios indexado en mi cabeza, un dios a disposición enteramente mía. El otro, el bueno, el Dios de los versículos y de la misa de doce, perdona que me ponga un poco bruta a esta altura de la confesión, debe ser el no va más en poliglotismo. Si un feligrés es de una alejada isla del Pacífico, lo entenderá cuando le habla, sabrá qué le duele, qué precisa para ser feliz, cómo consolarlo. Es un estupendo oficio el de Dios, Thi. A los que nos morimos, nos encanta pensar en todas estas cosas, en dioses que hablan idiomas, en las albercas de los veranos de la infancia, en playas a las que el monzón descompone cuando cae la tarde y todo es de un precioso dramatismo de postal. 

Ahora mismo no sé si escribo yo o escribe una de mis amigas imaginarias. Todas saben de mí lo suficiente como para suplantarme. Es posible que ni siquiera sea yo un ser entero y todo lo que he hecho durante una buena parte de mi vida haya sido el resultado de unir piezas distintas hasta que se ensambla la Gloria que soy, la del cáncer en los pulmones. Si no he fumado nunca, doctor, le dije, entre nerviosas risas. Un porro a los veinte. Eso no es un aspecto a considerar. El bicho del cáncer, el cabrón, no sigue un protocolo. Va por libre, Julia. No sabemos todavía los médicos qué entretenimientos tiene, si le gusta hacer esto o lo otro, si un camino le entusiasma más que otro. El día en que intime la ciencia con el bicho no tendremos que estar aquí los dos, tú y yo, el doctor y el paciente del futuro impensable, intentando encontrar las palabras de alivio, que no las tengo, qué más quisiera yo que tenerlas, Gloria, tener a mano el consuelo. Y mi tierno galeno arrancó a llorar. No uno de esos llantos impresionantes, de pecho roto, sino uno de una timidez hermosa. Nos amamos allí, en su consulta. Me penetró con una violencia que no conocía mientras no paraba de contarme el malestar que sentía cuando las palabras que usaban no eran las de la ciencia sino las que usan los psicólogos. No te preocupes, doctor, no te preocupes, doctor, ahora solo aplícate en esto, no pares, sigue, sigue. El amor carnal siempre me alivió mucho, doctor, le confieso después, mientras nos vestimos casi sin mirarnos, un poco embrumados por el placer todavía, cayendo en la cuenta de que no debimos y si, habiendo follado, no tendríamos los dos que vernos en un café, en una plaza, en una habitación de hotel, hasta que el cáncer me destroce entera y me muera en una cama de su hospital. Te cuento esto, Thi, en este correo electrónico para que me metas dentro de tu cabeza. Lo puedes hacer ya. Da igual que esté viva, que me queden meses, un año, no sé, poco más. Lo importante es que tú permitas que yo me instale en tu cabeza vietnamita. Ahí estaré hasta que el cáncer te visite a ti. Porque lo hará. Un cáncer u otro, Thi. El cáncer viaja más rápido que la velocidad de la luz, que siempre fue una de esas cosas que sabemos que viajan rápido. Yo soy muy buena en idiomas, así que aprenderé vietnamita en poco tiempo. Mientras observaré qué haces, escucharé de noche, cuando nos acostemos, todo lo que me cuentes. Pesaré cada palabra, mediré sus sílabas, conjugaré sus silencios. Sé escuchar muy bien, Thi. Si te preocupa pensar si llevaré conmigo a todos mis amigas invisibles, olvídalo. Las dejaré morirse conmigo. Igual me llevo a mi primera invención. Tendremos que hablar las dos. Creo que ya están un poco cansadas de mí. No soportarían empezar otra vida, aunque sea conmigo, en Vietnam. Me tienes que escribir en cuanto puedas, Thi. Mi hermano Óscar me ha regalado uno de esos teléfonos inteligentes y no hay correo que no abra al momento. Anoche precisamente abrí uno del doctor. Se interesaba en mi ánimo. Como si el ánimo le reventase la boca al cáncer, pensé. Me pedía una cita. Un café discreto, Gloria. Fue tan hermoso, disfrutamos tanto. El doctor es un ser despreciable. Como casi todos los hombres. Solo buscan el placer de la carne. No conozco a ninguno, salvo a mi hermano Óscar, que es sacerdote y está consagrado a su Dios, que desprecie un buen rato de cama. Yo misma no lo desprecio, Thi. Tendrás que ponerme al día de tu vida amorosa. Sé que estás casada, pero en principio eso no debe afectar a nuestras relaciones. Yo me quedo dentro de tu cabeza, y tú puedes hacer con el resto de tu cuerpo lo que te venga en gana. Me pregunto si los vietnamitas sois promiscuos. En mi país no hay un tópico sobre eso. O lo hay, pero no sabría ahora contarte.

Lo peor es la soledad, te lo juro. Hace que el mundo no gire en armonía. Urde las guerras. Mueve la mano al mango del cuchillo y lo convierte en una herramienta del mal. Por eso me inventé a mi amiga invisible el día de la alberca en casa de mi tía. Nunca me he desprendido de ella. En este instante en que escribo, está aquí a mi lado. Es a la única a la que le he dicho lo que me pasa. Lee cuando escribo. Tal vez sea ella la que piensa las frases, no yo. Ella me entiende tan bien. Solo me reprende cuando me encapricho de alguien y lo traigo a casa y me consagro a él hasta que le hago el gesto habitual y lo pongo en la calle. Ese gesto la irrita sobremanera. Dice que soy una maleducada. Una guarra maleducada, para ser exactos. Pero nunca he estado sola. Me voy a morir con la conciencia de haber vivido como quise, Thi. Y tal vez no muera del todo, ¿no crees? Te voy a dejar, Thi. Creo que voy a quererte mucho y que voy a disfrutar Vietnam. Los dioses vietnamitas me asistirán en mi reencarnación interior, si es que hay una reencarnación, claro. Y si nada de esto pasa y muero del todo, sin que nada de mi trascienda ni aquí ni en Hanoi, me encomiendo a mis dioses subalternos, al dios de las voces de las noches, al dios de las palabras de afecto poco antes de conciliar al sueño, a todos esos dioses domésticos que, a decir de mi adorado Óscar, solo me han acercado más al único Dios verdadero. Imagino que también leerá. Que también sabrá de mi amiga invisible. Tal vez fue él quien la depositó ahí, cuando yo era pequeña. Ahí te dejo a alguien, cuídala, ella te cuidará, no la lastimes, dale consuelo cuando flaquee, bésala cuando te pongas cariñosa, ya iré viniendo, no os dejaré solas, diría el buen Dios allá en su limbo perfecto. Allá voy, Dios verdadero, pero que sepas que prefiero Vietnam. 


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