Una mañana de septiembre de 1976 llegué al instituto de enseñanza media Alfonso X El Sabio de Murcia por los pelos. Era el primer día del curso y me incorporaba para comenzar el bachillerato. Por un desajuste horario, aparecí cuando en el patio el jefe de estudios ya había leído por los altavoces el reparto y composición de las distintas aulas. Mi padre, que me había traído desde el pueblo en su coche, me sugirió que subiera, entrara en cualquiera de las clases de primero de BUP y que luego, más tarde, buscara la mía. Así lo hice, dubitativo, entrecortado y con careto de indisimulado novato. La casualidad quiso que acertara con el 1°G, algo que comprobé cuando el profesor leyó el listado de alumnos -y alumnas-, ya que ese mismo año se introdujeron las clases mixtas, algo que, visto en la perspectiva del tiempo, hoy nos parecerá casi prehistórico. Recuerdo que me senté junto a un muchacho moreno que, a pesar de no tener más de 14 años, ya lucía mostacho. Claro que su bigote no era tan rimbombante como el del director, Fernando González Manzano, todo un gentleman que se daba un cierto aire nobiliario a Fernando Rey.
De lo mejor de aquellos años, sin duda, fueron los compañeros y compañeras, muchos de los cuales aún conservo entre mis amistades, algunos y algunas ostentando puestos de evidente rango y responsabilidad social. Aquellos partidos de balonmano en el patio, o de voleibol, recreos entre pitillos, guitarra y canciones en las escaleras de la secretaría, aquel inolvidable viaje de estudios a Portugal en el 78 o aquella muchacha de melena negra azabache, que iba a otra clase, en mi mismo pasillo, a la que buscaba con la mirada en los descansos y de la que, intuyo que por timidez adolescente, nunca supe ni su nombre…
Hace una década, cuando dirigía el centro territorial de TVE, me propusieron leer la lección inaugural del curso en calidad de antiguo alumno. Supongo que porque, a propuesta de mi colega y entonces secretaria del centro, Belén Pardo, llegaron a la ilusoria conclusión de que habían hecho de mí eso que antes se denominaba un hombre de provecho. Volví a entrar, confieso que con algún escalofrío de nostalgia, en el salón de actos, la sala de profesores o la cafetería, escenarios que poco o nada habían cambiado respecto a como mi memoria los recordaba. Aunque habían pasado treinta años, me pareció que el tiempo se había disuelto como un azucarillo y que todo transcurrió en un suspiro. Apenas quedaban en el ejercicio de la docencia un par de profesores de mi época, a los que me alegré de ver esa mañana y a los que saludé con sincero afecto y profundo agradecimiento.
Ahora el instituto ha cumplido 180 años de existencia. En él estudió hasta un Nobel, don José Echegaray, e incluso un inventor, el del autogiro, Juan de la Cierva, de actualidad estos días tras ser reprobado en el callejero de la localidad madrileña de Coslada. Y yo, que ya no aspiro a estas alturas a obtener galardón alguno ni nunca me consideré capaz de inventar absolutamente nada, si de algo me enorgullezco es de haber pasado también por sus aulas, modestamente, en las que aprendí mucho de cuanto sé gracias a la docta paciencia de Ramón Jiménez Madrid, Luis González Palencia, Julio Cruz, José M. Gregorio López Ruiz o José Juan Sánchez Solís, entre otros muchos, y a los que estaré eternamente agradecido. Son los profesores y maestros, los que pueden cambiar tu vida apenas con la mezcla correcta de una tiza y unos cuantos desafíos, como dijo alguien. Incluso si esa vida nos sujetara, parafraseando a Gil de Biedma, y al final esta nunca fuese como la esperábamos. A mí, sin duda alguna, ellos me la cambiaron. Y puedo dar fe de que lo hicieron para bien.
[‘La Verdad’ de Murcia. 26-6-2018]