Britania, otoño del año 32 d. C. Caradoc se abrió paso entre la densa espesura de los brezos y por fin
salió al descampado.
Libre de las sombras tétricas del bosque y con
una sensación de alivio, envainó su espada, se ciñó la capa con más
firmeza y se acuclilló por un momento en la pendiente suave de la
orilla del río.
Allí, mientras observaba el indolente fluir de las aguas,
recobró el aliento y el rumbo. Por un momento se había creído perdido
y había sacudido la espada en los corredores desconocidos,
consciente del pánico que lo embargaba.
En un día como aquel, festividad
de Samain, hasta los mejores guerreros de su padre, hombres
que no temían a nada ni a nadie, sentían miedo, y no se avergonzaban
de ello. El cielo había estado gris todo el día y se había levantado un
viento recio y violento.
Pronto llovería, pero Caradoc se retrasó, reticente
a dejar la hierba húmeda; no obstante, se sentía inquieto por
la inminente caída de la noche y porque los árboles a su espalda susurraban
oscuros secretos que no podía entender.
Se estremeció, pero
no de frío, y, malhumorado, se arrebujó todavía más bajo la capa para
pensar en todos los Samain que había visto ir y venir.
Sus recuerdos más remotos estaban cargados del mismo temor
que lo había sobrecogido en el bosque: de su padre, Cunobelin, sentado
como una sombra gigante contemplando el fuego; de Togodumno,
su hermano, y Gladys, su hermana, callados y ajenos,
abrazados a los pies de su padre; de su madre en la cama estrechándole
con los brazos rígidos.
El pavoroso viento otoñal ululaba alrededor
de las pieles que tapaban las puertas, y las caricias de la noche
hacían crujir el techo de paja que los cubría.
Fuente:
- "'Águilas y cuervos' -Pauline Gedge, capítulo I. Otoño del año 32 d. C.".
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