A pesar de su reacción digna tras los atentados de Londres, los británicos están asustados, al extremo de que Tony Blair estudia crear tribunales antiterroristas secretos que dictaminen cuánto tiempo pueden estar en prisión los islamistas sospechosos de terrorismo.
“Tribunales antiterroristas secretos”. Solo su nombre produce pavor, aunque el Reino Unido es una democracia, no una dictadura fascista o estalinista. Es un lugar en el que un medio público, la BBC, aún se niega a llamarle terroristas a los islamistas que mataron a decenas de personas en el metro londinense.
Una delicadeza técnica que contrasta con el proyecto gubernamental de crear “tribunales antiterroristas secretos”: mantendrá dignamente encerrados a los sospechosos bajo supervisión judicial, pero sin acusación formal ni pruebas definitivas en su contra.
Londres rompe así con el Derecho moderno. ¿Cómo puede este Estado garantista prescindir en un procedimiento judicial de pruebas, y de la limitación del tiempo de detención, si éstas no aparecen, que son elementos fundamentales de su tradición democrática?.
Los británicos se reprochan ahora lo que han hecho mal para llegar a este extremo. Porque acaban de descubrir que tenían razón los alarmitas, a los que acusaban de enemigos del multiculturalismo porque advertían que su país era un semillero de terroristas.
Decenas de predicadores islámicos radicales estaban llamando a la guerra santa. Se denunciaba en los periódicos. Pero el sacrosanto respeto británico a las libertades públicas impedía callar aquellas bocas fanáticas.
Ahora, todo es peor, y es que en democracia también es cierto el refrán según el cual es mejor ponerse rojo una vez que cien amarillo.
Los británicos su pusieron amarillos cien veces y no actuaron a tiempo, y ahora, asustados, se han puesto rojos y rompen con su tradición de libertades y permisividad ideológicas.
