Revista Educación

Brujas, ¡a la hoguera!

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Estoy en la calle por la que bajan las Burras de Güímar. Una representación de una leyenda del pueblo que los güimareros han rescatado y unido a la quema de su sardina carnavalera. La sensación de nostalgia es casi agobiante. Parece que hemos viajado al pasado.

El olor a pueblo que se intensifica a medida que subimos por la cuesta que lleva a la salida del recorrido. Los niños corretean, gritan y ensayan su parte de la obra. Un gato salta de un tejado a otro con una costumbre asombrosa. Quizás ni tenga dueño, quizás vaya por ahí de casa en casa aprovechando sobras que le brindan algunos vecinos, como hacía mi abuela con los gatos de la calle.

En la plaza cuatro enormes troncos sujetan la frondosidad de aquellos árboles que había siempre en las grandes plazas que, si bien, daban una sombra ideal en las tardes de verano, también dejaban el suelo lleno de asquerosas bolitas negras. Aún así, los niños no paran, “¡a sus posiciones!” -grita una de las niñas, y la siguen cinco más corriendo hacia un pequeño escenario. Mientras tanto, las trompetas y los trombones de la banda del pueblo incrementan el toque melancólico de la escena mientras ensayan, cada uno a su son, antes de comenzar la cabalgata.

Brujas, ¡a la hoguera!

Foto: Co’Report

Justo frente a la plaza, un señor cuyas arrugas muestran haber contado los setenta hace rato, atiende detrás de la barra de un pequeño bar. Muy pequeño. Muy de pueblo. Tan pequeño que la entrada queda sellada por un vecino entrado en carnes que sale a fumar cerveza en mano y tan de pueblo que al apartarse este, el camarero queda escondido tras el enorme garrafón de vino que lidera la barra.

Hace calor. Pero no un calor cualquiera. Hay un aire caliente como el de aquellas noches de verano en casa de mis abuelos durante las fiestas del pueblo en las que no había preocupación por la hora de irse a la cama y me acompañaban a dar un paseo a la plaza. Era otra plaza pero era el mismo aire, los mismos árboles, los mismos sonidos de trompetas, los mismos gritos de niños, el mismo olor, el fondo de murmullo de vecinos.

Una sucesión de grandes casas antiguas cerradas a cal y canto atestiguan nuestra visita con sus ventanas y puertas de madera pintadas de verde pálido y unas tejas colocadas a saber hace cuántos años. Abandonadas.

Y de repente reparo en el acto, una representación de un ritual en el que unas brujas, adoradoras de Satán, corretean por las calles disfrazadas de burras (más bien convertidas en burras), perseguidas por unos granjeros y a las que unos obispos, a la llegada al centro del pueblo, mandan a quemar en la hoguera ante el aplauso triunfante y enérgico de la muchedumbre orgullosa.

Pienso, “van a quemar vivas a unas mujeres y hay cientos de personas aplaudiendo la condena”, otra vez parece que hemos viajado al pasado y entonces me llegan repetidas imágenes de estos días de carteles censurados, portadas censuradas, drag queens censurados, disfraces censurados y miles de personas gritando e insultando a los protagonistas en las redes sociales (las plazas de hoy en día), aplaudiendo la censura, pidiendo castigo, sumándose al linchamiento gratuito. Y una vez más veo a la Iglesia estirando su índice para condenar a los infieles.

Al final va a ser que sí que hemos viajado al pasado.

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