Revista Viajes

Bruselas: las lecciones del pintor

Por Marugm
Hace un año y medio tuve que salir de Irlanda para hacer mi horrible primer cambio de visas. Como siempre, más cosas acontecían en paralelo. Por ejemplo, que al volver de este viaje ya no iba a tener casa donde vivir. Los dos últimos meses había vivido con una amiga polaca, con la cual no convivíamos bien y otra persona entraba en mi lugar ni bien yo me fuera. Esos otros problemas no vienen al caso ahora. Me subí a un avión con mi amiguísima Valentina y nos fuimos a Bruselas para tomarnos un tren a Ámsterdam. Valentina y yo habíamos compartido un año muy intenso de adaptación y cambios. Ya estabilizadas, ese tren nos daba la oportunidad de charlar muchas cosas y analizarlas con un poco de distancia y objetividad. Qué necesario era darle un orden y un sentido al caos que había sido armar una vida de cero en Dublin mientras el sol de junio nos entibiaba en nuestros asientos. Cuán necesario ese sol. En el lado práctico de las cosas, el viaje empezó también como casi todos mis viajes. Dándonos cuenta de que no teníamos plata. No mucha. También existía el factor de que no habíamos podido reservar hostel en Bruselas porque coincidíamos con un festival que había ocupado todo cama existente en 4 días. Después de hacer todas las ecuaciones posibles, tomando un té mientras el cielo histérico de Ámsterdam se llenaba de nubes hinchadas de lluvia, nos dimos cuenta de que cualquier cambio a nuestro itinerario requería más plata. Una vez más había que respirar hondo y esperar. Algo. Detesto cuando los esfuerzos de uno no traen soluciones. Sentirse a la deriva. Nunca me gustó no estar en control de todo, básicamente. Pero en el anterior año había descubierto ciertos mecanismos de la vida, a la fuerza, que me eran completamente ajenos. No solo me quedó claro que no puedo estar en control de todo, sino que en verdad, no tengo el control de casi nada. Y que aunque uno agonice esa espera hasta que algo pasa, los finales siempre son los correctos. Así es como vengo coleccionando momentos Deus ex Machina. Una suerte de intervención divina a último momento que cambia mi suerte. En un momento de inspiración, Valentina le manda un mensaje a un amigo francés que vive en Dublin, preguntando si conocía a alguien viviendo en Bruselas (¿por qué no?). Nuestro amigo responde que sí y nos pasa el contacto de Benjamín. Benjamín nos responde en seguida que todo bien, podíamos quedarnos en su casa. Pero lo que quiero decir, lo dijo mucho mejor David, así que mejor les cuento su historia. La mañana que, ya en Bruselas, teníamos que ir a la casa de Benjamín, brillaba el sol y hacía calor. Para cualquier persona que viva en Irlanda, esto es especial y debe ser apreciado. Yo tenía ganas de caminar, con valijas y todo. Teníamos un mapa del centro de la ciudad y el nombre de una plaza que quedaba cerca de la casa del muchacho. Valentina me acompañó un rato y perdió la paciencia. Quería llegar rápido para dejar las cosas y poder salir a caminar más livianas. Así fue como conocimos a David, el pintor español. La plaza no entraba en el mapita que teníamos, le pregunté qué podíamos tomarnos para llegar. Como si tuviéramos una complicidad que yo desconocía, él fue muy vago en su explicación. En cambio, insistió en que si caminábamos por acá derecho, llegábamos en 40 minutos. Y para esa dirección nos llevó distraídas mientras nos preguntaba de dónde éramos y por qué estábamos ahí. Valentina cambió de opinión en algún momento de una esquina a otra. Podíamos caminar aunque fuera cuesta arriba. David se ofreció a acompañarnos. Este hecho tan sencillo, de por sí era un cambio enorme para mí, que por esa época había aprendido a calibrar mi instinto y a permitirme abrirme con gente desconocida. Los tres empezamos una charla sobre las diferencias entre vivir en Europa y Latinoamérica, según Valentina y yo. Él nos contó que también era un viajero, y que todo viaje es en verdad una manifestación exterior de un viaje interno, una búsqueda profunda de nosotros mismos. Estoy completamente de acuerdo, le dije que gracioso que lo menciones porque de esto mismo estuvimos hablando nosotras estos últimos días. Me quedé en silencio cuando vi que me estaba mirando fijo, disolviendo mis anteojos de sol. Pasado el primer instante de incomodidad, lo miré también, entonces me pregunto si podía contarme la historia de cómo se convirtió en pintor. Claro le dije yo. Nos contó brevemente cómo se enamoró de una mujer casada y como no podía evitar demostrar su amor. Como ella se sentía incomoda por su actitud y como esa incomodidad aparecía marcada en las fotos que él le había sacado. Y como esa mujer de las fotos no coincidía para nada con la mujer que él quería. Así que decidió deshacerse de su cámara y de todas las fotografías, y empezó a pintar. A pintarla como él la recordaba. Yo en cambio – contesté – amo la fotografía justamente porque captura una realidad objetiva. Es una impresión permanente de un instante que no vuelve más. El me miró con media sonrisa y no dijo nada. Pero yo me di cuenta que le había dado gracia lo que había dicho. Cómo puede ser objetiva una fotografía que recorta una unidad espacio temporal en un cuadradito. Bueno, pero más objetivas que sus cuadros son. Entonces le saqué una foto. Él me dijo durante el viaje uno conoce amores imposibles. Yo estuve de acuerdo otra vez con el corazón todavía dolorido por este mismo motivo. Él me dijo que esta es la segunda gran lección que aprendió en la vida. A reconocerlos, a tomar lo que tienen para ofrecernos y a dejarlos ir. Me lo dijo con voz suave, como si supiera que me costaba escuchar eso en ese momento. Y después agregó que estaba compartiendo conmigo todo lo que él sabía. Todo lo que consideraba valioso. Y que la tercera lección que había aprendido, era que uno no cambia el modo en que se relaciona con la gente por viajar. Si uno tiene un problema de ira por ejemplo, la vida se va a encargar de poner personas en tu camino que te hagan lidiar con eso hasta que lo resuelvas. Valentina es mi testigo. No solo escuchó toda esta conversación sino que también había pasado toda la noche anterior tomando una cerveza de cereza conmigo y analizando mis arranques de enojo. Es más fácil enojarse que entristecerse, razoné yo, después de un año de absoluta ira y confusión. ¿Y qué hacía este hombre a las 11 de la mañana, un lunes en una esquina de Bruselas sin nada más que hacer que acompañarnos a una plaza y aleccionarnos? Lo miré bien fijo y le pregunté por qué me decía todas estas cosas a mí. Agregué que era una coincidencia rara, su ejemplo, porque me sentía un poco identificada. David vaticinó con una sonrisa que mi próximo novio me iba a ayudar con este problema. No no no – le dije – justamente un novio nunca ayuda con esto. Claro que sí – me dijo – ¿Tus novios no son siempre personas tranquilas y calladas? ¿Y eso no te hace enojar? Incómoda, intenté analizar rápido cuántas chances existían de que su discurso random le esté dando en el clavo a mi vida toda, o cuántas chances que se me vea en la cara el enojo de un año estresante, o cuántas de que una persona que se enciende como un fósforo siempre termine con alguien como el agua por una cuestión de que ningún otro ser, la soportaría. Ajá. La cuarta cosa que aprendí, prosiguió, es que viajando, uno se abre y se expone al mundo. Lo cual es doloroso pero también maravilloso. A cambio el mundo, nos cuida y nos protege. Y esperó mi respuesta. No le dije que dos días antes de salir de viaje todavía no tenía casa a la cual volver. Ni que de todos los avisos a los que escribí, me respondieron de dos. Y que de los dos fui a uno, que quedaba a 6 minutos caminando de mi trabajo, en el centro, con una habitación con un sistema de calefacción de ensueño y una cama doble comodísima por un precio mágico. Y que fuimos a ver ese departamento yo y otras 20 personas, y que cuando me iba, llegaban más. Y que al día siguiente me llamaron para ofrecerme la habitación ideal. Y que por haber pagado el depósito y la nueva visa, tenía menos plata de la que iba a tener y que por eso y por el sol que ya no suelo ver, estoy caminando a una plaza en este momento de la vida. Entre otras muchas cosas. Le dije que sí. Condensó en una frase, pensamientos que venía rumeando todo este tiempo. Un desconocido en una esquina del mundo, me acompañó a una plaza y me dijo algunas verdades que necesitaba escuchar. Tan racional yo, me costó digerirlas. Afirmar que hay más que mis decisiones y voluntades; otros factores también me habían llevado a estar ahí en ese momento. Hay mucho más que eso. No sé si es destino, o causalidades de acciones que no registro. Pero sí siento que cuanto más me esfuerzo por cumplir con mis metas, las cosas que deseo de verdad, más suerte tengo. Entonces él me dijo que la belleza es energía que brilla y que se transporta. Me preguntó si yo me sentía rodeada de belleza. Frené en el parque de una iglesia centenaria, lleno de flores, con el pasto muy verde brillando bajo el sol, en una ciudad llena de historia. Sí, claro que me siento rodeada de belleza. Qué bueno me dijo, porque se te nota. Tienes ese brillo. Me di vuelta buscando a Valentina. No quise hablar más con David. Las cuadras que faltaban las caminé pensando en las fotos, en los amores imposibles, las frustraciones y como contra toda probabilidad, había logrado establecerme en Dublin y empezar a viajar. Que maravilloso y misterioso me resulta todo a veces. Llegamos a la plaza, intercambiamos teléfonos y mails. Nos pidió que le mandáramos una foto para pintarnos un retrato y se fue. Prendí mi cámara y miré las fotos que había sacado. David, el pintor, estaba documentado junto a todas las otras cosas que me llamaron la atención de Bruselas. Más fotos de Bélgica! Etiquetas: Bélgica, Bruselas, Europa

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