El caso de Huang C. Aguilar, el primer occidental “Maestro Shaolin”, y que podría ser acusado ahora de asesino en serie, ha asombrado a quienes creen que la práctica del budismo hace pacíficas a las personas, e imitadoras del admirado Dalai Lama, el líder exiliado de la rama tibetana de esa creencia.
Que el bilbaíno llamado realmente Juan Carlos pueda haber asesinado a varias mujeres no debería extrañar: bajo el budismo hay también gran violencia, en ocasiones extrema.
El pacifismo de los lamas tibetanos es una leyenda: en el palacio de Potala, en Lhasa, la residencia de los Dalai Lama, hay terribles mazmorras en las que torturaban hasta la muerte a monjes desobedientes y al pueblo que no aportaba al gran monasterio la mayor parte de sus bienes.
El budismo es, junto con el hinduismo, una religión enormemente parasitaria. El nirvana del monje o del santón le trae hambre y pobreza al pueblo.
Aunque a muchos occidentales les facilitan cierta paz interior con sus técnicas para alcanzar estados alterados de conciencia.
Esa violencia, disfrazada de combate contra uno mismo, abunda en los países asiáticos.
Los monjes Shaolín, a los que Aguilar decía pertenecer, se entrenaban para luchar contra los campesinos que no les pagaban los tributos exigidos y para rechazar a las bandas de saqueadores que recorrieron China durante milenios.
Los budistas creen que al morir renacen como gran conciencia universal, mientras que los hinduistas dicen que transmigran para reencarnarse en otros seres, humanos o no.
Todo muy místico y florido, pero, cuando tienen hambre, sus fieles guerrean entre ellos por comida, aunque no por defender su fe.
Eso sólo lo hacen matándose constantemente con los musulmanes: aunque budismo e hinduismo no son religiones misioneras, el islam sí, y usa la yihad para imponerle sus creencias a estos infieles, que responden violentamente.
-----
SALAS