Revista Coaching
Era muy pronto, tenía sueño y ganas de estar en silencio. Pero ahí estaba él como cada mañana esperando en el andén. Parecía una araña que estaba deseando atraparme en su red. Entretejía una tela de palabras, un discurso que no venía a cuento a unas horas en las que apenas mis ojos acababan de abrirse a la luz de un nuevo día. Cansada por el peso de la semana le escuchaba educadamente. Me hablaba con palabras vacías. Se limitaba a repetir lo que otros le habían dicho. Y no sé porque extraña razón el creía que esa estación de tren era su púlpito y que yo debía escucharle. Tal vez pensaba que mi alma necesitaba sus consejos, ¿por qué si apenas me conocía? En la división del mundo en buenos y malos del mundo que sus esquemas mentales habían diseñado ¿quién era yo?, ¿la mala que tenía que ser convertida en buena, o la buena que escuchaba sus quejas acerca de los malos? Si me hubiese escuchado le habría dicho que lo bueno y lo malo estaba en nosotros. Y que todo lo que mirábamos desde fuera con desprecio también formaba parte de nuestro interior. Si me hubiese escuchado habría intentado tener una conversación entre iguales, pero no era posible porque el se había subido a un púlpito imaginario de superioridad. Pero mejor que no me escuchara porque yo también estaba subida a ese púlpito. Así que cuando nos despedimos traté de guardar silencio. Su intolerancia me había fastidiado porque también yo era intolerante. También yo dividía en buenos y malos. Y por supuesto yo era de los buenos.