Para los niños que crecimos en los 80, el mundo era un lugar muy sencillo. Estaban los nuestros, que eran estupendos, y los otros, que eran pésimos de solemnidad.
Los malos eran tipos huraños, de un país gélido, con nombres extraños que acababan siempre en uve (Brezhnev, Andropov). Lo poco que recuerdo de ellos en la tele es que siempre aparecían presidiendo un desfile de pepinos nucleares, bajo un cielo gris encapotado. “En el país de los malos -recuerdo pensar- siempre está nevando. Que se jodan, por malos”.
Por el contrario, el líder del mundo libre era la sonrisa personificada. Dos filas de incisivos blanquísimos, como el gato de Cheshire, que destellaban sobre multitudes enfervorizadas agitando banderas franjirrojas. En el asiento de al lado del descapotable, una viejecita venerable con los brazos sobre el regazo y la beatífica piel sonrosada de la señorita Marple. No había comparación posible.
James Cagney, como C.R. MacNamara en Uno, dos, tres (Billy Wilder, 1961)
Con el paso de los años, yo me fui haciendo mayor y el mal absoluto se fue diluyendo. Entre la perestroika y la rebeldía juvenil, mis esquemas mentales acabaron por darse la vuelta. Para cuando pisé la universidad, Occidente era una desagradable amalgama en la que entraban las bases de la OTAN, los palos en las costillas de Rodney King y el rictus cadavérico de Margaret Thatcher. Un lugar bastante desagradable, poblado por débiles mentales que devoraban hamburguesas regadas con Coca-Cola. Un asco. Una distopía cristalizada en esa bebida maléfica, venenosa para los dientes, de la que se decía que desintegraba hasta los tornillos.
Y así llegamos hasta hoy. O mejor dicho, hasta la recién pasada Eurocopa. Unos días grises, nocivos para la lírica, en los que un país condenado al pesimismo se apretujaba en el sofá esperando una alegría engañosa. Y en cada intermedio publicitario, la enésima reencarnación de ese brebaje maldito.
En estos días grises, nocivos para la lírica, la Coca-Cola ha dejado de ser el emblema del capitalismo. Ahora pretende ser, y no es poco, un bálsamo para la felicidad. Sus anuncios están cuajados de imágenes con acampadas del 15-M, lazos azules contra el terrorismo y hasta la Cruz Roja repartiendo mantas a los negritos de las pateras. Sacando pecho con las donaciones de órganos y rescatando al turismo de El Hierro tras la crisis volcánica. Sembrando congresos para Punset y jornadas para mis atribulados colegas de la prensa.
En estos días grises, nocivos para la lírica, la Coca-Cola es la bebida de los espíritus limpios, la libertad de prensa y las causas nobles. Manda huevos.