La Noche en Blanco de Alcalá de Henares suele ser un modesto remedo de la que se celebra bianualmente en la vecina Madrid. Todo ello no tiene otra intención que la de pasar unas horas en vela, hasta que la madrugada lo devuelva a uno a la realidad, tras el disfrute de una noche divertida e hipnótica. Ésa es, al menos, la declaración de principios. Dadas las dimensiones culturales de la ciudad complutense y los espacios que podrían utilizarse para este evento, cabe esperar de él resultados más que dignos y, sin embargo, éstos terminan sin alcanzar ese nivel de excelencia.
Incluir en La Noche en Blanco el Museo Arqueológico Regional, cuyas puertas están siempre abiertas de forma gratuita, no parece que añada nada extraordinario al programa. Ni tampoco ocurre así con otros tantos monumentos, donde lo único insólito es que posterguen su hora de cierre hasta la media noche.
Aparte de los conciertos que se celebraron en varias plazas, muchos de ellos muy meritorios (fantástico el talento y calidad de los músicos de Boys of the Hills, acompañados del mítico integrante de los Chieftains, Kevin Conneff: música celta cien por cien), hubo otros actos que se reducían a una cata de aceites para cuatro personas, o a otra de vinos para un número similar de participantes; o qué decir de las dos chicas que decoraban con henna las manos de quienes quisieran, debiendo soportar colas interminables, llevar en su piel un motivo bereber.
Sí se apreció la animación y afluencia de gente por todo el casco histórico, en busca de qué hacer a cada momento, según los hitos marcados en el programa.
Pero lo que refleja con claridad el patente "quiero y no puedo" de esa descuidada Noche en Blanco es el acto con el que se invita a la comunidad búlgara de Alcalá a compartir con nosotros su cultura y tradiciones. En un recinto diminuto aunque agradable, varios bailarines y cantantes hacen gala de sus habilidades y trajes típicos. Hasta aquí todo correcto, dado que el coro de voces búlgaras suena delicioso y que las danzas pueden apreciarse con claridad, a pesar de toda la gravilla que van removiendo con cada pisada.
En un momento dado, se coloca un atril en el espacio a nivel del suelo que ha servido de escenario para los cantantes. Entonces, vemos pasar al recinto al embajador de Bulgaria, acompañado de algunos de los archiconocidos rostros de la política local. Entiendo que su presencia quiere aportar un toque oficial a la inauguración de una exposición sobre el alfabeto búlgaro.
Con abundancia de palabras grandilocuentes, el alcalde y el embajador, entre continuos elogios mutuos, hacen una presentación de la exposición que se abrirá seguidamente en una sala contigua. Se trata de la recreación artística de todas las letras del albabeto búlgaro por medio de carteles creados por artistas de todo el mundo. Atractivo, ¿no?
Pero mis sospechas de que tanta pompa y boato son preámbulo de una exposición importante acaban desinfladas cuando en la sala que alberga los carteles no encuentro más que láminas de cartón pluma colgadas de cadenitas, sin una explicación clara de qué representa cada una de ellas. Tampoco veo que la muestra se complete con información sobre el alfabeto cirílico, uno de los tres que utilizamos en Europa, aparte del latino y el griego.
Los inauguradores parecen muy satisfechos con el producto, hasta que uno de los carteles se desprende de su cadena correspondiente, va a dar contra el suelo y queda dañado por una de sus esquinas. El embajador mira alrededor, y su alrededor mira a su vez hacia más allá, en busca, tal vez, de alguien competente sea capaz de arreglar el desastre. En fin, ése es el instante en que, inundado de vergüenza ajena, uno debe abandonar el lugar, en busca de otros actos que, han quedado marcados desde su inicio por la impronta de lo torpe y desmañado.
Imposible ya que la madrugada le de a uno en las narices con el primer rayo de sol, pues la Noche pasa del Blanco al Negro no más allá de las tres de la noche. ¿Y qué queda? Pues poco más que los garitos de todos los fines de semana, donde creo que se habla poco de cultura.