Revista Viajes

Buongiorno, Italia

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

No puedo evitar comenzar a escribir esto sin tararear una canción que me da vueltas en la cabeza: "Contando lunares", de Don Patricio porque me encanta cómo empieza: (¿la han escuchado?) "buongiorno, buonasera los signori y la principessa. Non capito l'italiano, ma italiani de la zona..." Y la verdad, he puesto algo de empeño en aprenderla porque me divierte y me recuerda cuando a mis 15 ó 16 años pasaba un buen rato escribiendo canciones para que se me grabaran en otros idiomas y creo que muchas veces ya no hacemos ese ejercicio de memoria. En fin, que la canción me gusta y el italiano también.

Llegué a Italia sin parlare italiano, pero prestando attenzione. En el 2014 volé por primera vez a este país y lo hice desde Alemania. Mi intención era llegar a Roma, pero el presupuesto dio solamente para Pisa, Florencia y parte de la región de Chianti. Vamos, nada mal. De ese viaje ya garabateé algunos recuerdos. Esta vez, volé desde Luxemburgo y aterricé en Milán, sin más plan que esperar allí una semana para tomar un vuelo a Madrid. Dicho así, suena como si no hubiese querido estar en Milán, pero no es eso. Solo me sentía ya un poco cansada, el pronóstico del tiempo era lluvioso y muchos me habían advertido que Milán era para verla en dos días y luego uno se podía escapar a lugares cercanos. A veces es fastidioso llevar la predisposición en la maleta, porque pesa, ocupa espacio, empaña la mirada.

Así que escribo esto no para contarles Milán, si no para hacer equilibrio de mis días italianos, como quien cuenta el reverso del mapa, lo que no se ve (de eso se trata ¿sabían?), porque justo uno o dos días antes de aterrizar en la ciudad, tuve que aceptar que no tenía algunas noches de hospedaje cubiertas en Milán, que me negaba a pagarlas y que algo me empujaba de allí sin saber muy bien qué era. Quería ir a Milán, sí. Pero también quería salir de ahí. Así somos los viajeros de complejos. Un día lo conté por mi libro, mi Instagram y alguien que no conocía apareció desde Verona y me ofreció quedarme en su casa. Vi el mapa, la distancia, le pregunté a mi amiga Silvia qué pensaba porque sabía que ya conocía la ciudad, y cinco minutos después le dije que sí. Me iría a Verona, escaparía de Milán, como si tuviese que correr de algo, como si todo este tiempo viajando no me hubiese enseñado que nunca se puede correr de uno mismo.

Mi primer día en Milán fue largo. Caminé 13 km junto a otra viajera que conocí en India durante un viaje en el 2018 y sé que fue esa cantidad porque hicimos el conteo de pasos con el teléfono. No podía ser mejor: ella es de Roma, pero tiene 17 años viviendo en Milán, así que le conoce bien todas las mañas, las vistas, las calles de edificios con patios bonitos. De no ser por ese paseo, Milán habría sido gris para mí porque no hubiera atinado colarme por calles hermosas, separarme lo suficiente del Duomo, ni me hubiera comido un helado de tres sabores del que aún recuerdo la almendra tostada y el pistacho derretido entre los dedos. Ese día no llovió y mis recuerdos de la ciudad son azules, amarillos, verdes y rosados, colores que saltaban de las fachadas, de las flores de los balcones, de las plantas colgando de las terrazas. Cuando volví a la ciudad, no dejó de llover hasta la madrugada que me tocó tomar dos buses para poder llegar a tiempo al aeropuerto y tomar un vuelo a Madrid. Pero ese es otro cuento.

Llegué a Verona el mediodía de un jueves, con el cielo despejado y fue como si todos mis sentidos se activaran. Pasé a modo italiano. Comencé a sonreír casi en automático cuando me hablaban porque las palabras llegaban con desparpajo a mi oído. Días atrás había estado en Alemania, un idioma incompresible para mí, pero en Italia, ahí en Verona, todo era distinto. Traducía frases enteras al aire, imitaba el acento que me sabía a pasta fresca, a helado de pistacho. A ver, ya había practicado un montón antes con el diccionario de italiano, sobre todo con el de Babbel porque es online y me lo hace más fácil y me empeñé en aprenderme palabras, pero sobre todo en aprender a escuchar, así que me resultó casi natural seguir conversaciones y no sentirme perdida. En la casa que me recibieron, Vero -la más pequeña del hogar- solo me hablaba en italiano, aunque ella me entendía bien en español, así que me traducía las palabras que yo no alcanzaba a entender y sonreía cuando la pronunciaba bien.

En Verona, Italia cobró mucho más sentido para mí: las calles estrechas, los balcones hermosos, el ruido acumulado, la belleza de su antigüedad, las montañas resguardando edificios de colores. Vamos de allá para acá buscando la casa de Julieta, la de Romeo, tal plaza, aquel café, a Dante. Y entonces, el mercado, las tardes prolongadas en las terrazas, la noche que cae lento. Fue en Verona donde revisé el pronóstico del tiempo y antes de que la lluvia cubriera por completo el norte de Italia, tendríamos solo un día más de sol y entonces, sin pensarlo, decidí irme a Venecia, apenas a hora y media en tren.

Venecia fue lo más inesperado de este viaje. La ciudad no planeada, la que pensé que visitaría en diez años. Pero ahí me esperó llena de sol y azules, de callecitas estrechas con guiños en las paredes, con la posibilidad de perderme al caminarla, con las góndolas, la gente como hormigas. En Venecia seguí con ahínco todos los avisos que decían Puente Rialto y Plaza San Marco y hasta allá llegué, casi seis horas después de desandar sus canales, de quedarme mucho rato mirando hacia allá, después de pasar por el mercado, de preguntar cualquier cosa solo por preguntar y decir algo más en italiano.

"Buongiorno signorina, ciao bella", me dijo un señor de bigotes recién cortados y yo sonreí con otro helado de pistacho en la mano, como si no existiera otro instante más preciso que ese, en el que me veía a mí misma como un micro punto en el mapa de mi mente, caminando feliz por Italia, como quien salta y rebota por sus calles. Italia siempre es un suspiro sostenido, hace conmigo lo que quiere y por eso tengo que comenzar a contarla así, para después decantarme en sus detalles. No sé escribirla alejada de la emoción que me produce. Y creo que se me nota, ¿no?


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