Dentro de unos días miles españoles caminarán en procesiones de Semana Santa bajo unos gorros cónicos con un velo que cubre el rostro, y que son como burkas para varones católicos.
Esos capirotes, según unos, expresan sus creencias durante unas horas, para otros, manifiestan el folclórico tremendismo español.
En todo caso, son humillaciones simbólicas. Como las que se les aplicaba antes de ejecutarlos a los justiciables en muchas partes del mundo, hasta hace poco en China, y a judíos y herejes bajo la Inquisición.
Pero ese hábito pintoresco que atrae a tantos turistas está imponiéndosele en España a un creciente número de mujeres, esclavizadas a todas horas durante toda su vida bajo cárceles de pesadas telas, burkas y nikab.
No es una opción humanista, civilizada ni voluntaria, aunque ellas la justifiquen por temor a sus hombres: es un penal ambulante que el machismo islamista ha impuesto como dogma religioso.
Y el Tribunal Supremo español acaba de dictar en una sentencia aberrante que esa prisión consagra la libertad religiosa.
Desconoce la diferencia entre los velos islámicos: los pañuelos que dejan el rostro libre, hiyab y shaila; el opresor chador iraní, que casi tapa la boca; el niqab, que sólo salva los ojos, y el burka, que los encarcela con barrotes de tela.
Esta última prenda, prohibida en varios países de Europa, es la aprobada por el Supremo contra una ordenanza del ayuntamiento de Lérida que impedía entrar con ella en edificios públicos.
Dice el Tribunal que los ayuntamientos no pueden emitir órdenes contra la libertad del burka.
Los jueces que inhabilitaron a otro juez por permitir a un padre llevar a su hijo a una procesión, contra la voluntad de su madre, pontifican ahora sobre libertad religiosa para mujeres perpetuamente encarceladas.
El Supremo ha consagrado la Cadena Perpetua para esclavas de un submundo brutal que vive entre nosotros.
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SALAS