Desde que aprendí a leer, a los 6 años, me sentí atraída por todo lo que estaba escrito y a mi alcance de comprensión, desde el diccionario hasta los libros de la Bibliothèque Verte, una colección de obras de escritores adaptadas para la juventud que mi madre —quien amaba leer— me regalaba regularmente. Los libros eran caros en ese entonces, nunca tenía suficientes. Para tener cientos a mi disposición, soñaba con ser librera. El placer de la lectura era tan evidente como el placer del juego, en el que también intervenían los libros, ya que mis juegos consistían a menudo en imaginarme a mí misma como un personaje. Fui sucesivamente Jane Eyre, Oliver Twist, David Copperfield y la extraña «chica descalza» de una novela alemana [de Berthold Auerbach, según Internet], y muchos otros personajes más. Solo una especie de censura inconsciente debe impedirme recordar a qué avanzada edad dejé de convertirme en la heroína del libro que leía de camino al colegio. Pero sé con certeza el papel que desempeñó el poder evocador de los libros en mi despertar sexual: es toda una historia, que comenzó a los 12 años con El diablo en el cuerpo de Radiguet, que conseguí a escondidas, atraída por el prometedor título. Los libros me proporcionaban las situaciones, e incluso los actores, de mi erotismo adolescente, dando así la razón a la institución religiosa a la que asistía, que consideraba la lectura como la puerta abierta al vicio para las chicas. [Incluso hoy en día, las palabras me parecen más excitantes que las imágenes, el texto de Historia de O más perturbador que su versión filmada].
En la adolescencia, si la frase de mi padre me indignaba y me desgarraba con violencia, era porque la lectura se había convertido para mí en la búsqueda de alternativas a los discursos instituidos, tanto los del internado religioso donde continuaba mis estudios como los de mi entorno social popular con sus creencias y máximas, su respeto al orden establecido. Buscaba confusamente que un libro me sacudiera, me trajera nuevos pensamientos – rodeados de prohibición, eran aún más deseables: la magia de títulos como El inmoralista (Gide), El hombre rebelde (Camus), pero también de aquellos que anunciaban una búsqueda, no del tiempo perdido – a los 15 años no hay tiempo perdido, Proust vendría más tarde – sino de un sentido de la vida, tales como La busca del absoluto (Balzac), Los caminos de la libertad (Sartre) o La dificultad de ser (Jean Cocteau). Buscaba y encontraba en las novelas contemporáneas formas de vida que me proyectaban hacia el futuro. Porque la lectura desempeña, en ese momento de la existencia, el papel de un adelanto sobre la vida [tal vez siempre lo desempeña, hasta tarde, como lucha contra la muerte], y saber lo que significaba ser una mujer, vivir como mujer, me impulsaba hacia las escritoras, Simone de Beauvoir, Virginia Woolf. Era la época de las citas copiadas en un cuaderno íntimo y secreto, como una verdad de sí y para sí, un vademécum y la certeza de no estar sola en sentir lo mismo: el gozo de ser al menos dos compartiendo un sentimiento o una consolación ante la dificultad de vivir. A esta distancia, veo el gesto de copiar frases como una afirmación de mi ser empapado por la lectura, y en cada cita añadida, una protesta contra la frase de mi padre. Como aquella – que probablemente lo habría horrorizado – inscrita en un cuaderno que ha sobrevivido a todas las mudanzas, extraída de «Crimen y castigo»: «¿Vivir para existir? Pero siempre había estado dispuesto a dar su existencia por una idea, por una esperanza, incluso por una fantasía. Siempre había hecho poco caso de la existencia pura y simple, siempre había querido más». Pero, ¿dónde, cómo hubiera podido, en ese período de mi vida, penetrar en el mundo interior de un criminal, si no fuera en la novela de Dostoievski?
En ese momento de mi vida, sin saberlo, estaba en el corazón mismo de la contradicción que representa la lectura: me separó de los míos, de su lenguaje, e incluso de ese yo que empezó a expresarse con palabras distintas a las suyas. Pero también me unió a otras conciencias a través de personajes con los que me identificaba, a otros mundos ajenos a mi experiencia. Leer separa y une. Primero es una separación concreta: la lectura supone la ruptura de toda comunicación verbal, te aísla del entorno. Una separación mental: leer es ser teletransportado a un universo nuevo, ya sea puramente imaginario como el de Harry Potter, o que, por el contrario, refiera a la realidad, sociológica o histórica, como Un día en la vida de Iván Denísovich. Leer es estar momentáneamente separado de uno mismo y dejar que un ser de ficción, o el «yo» del escritor, ocupe completamente nuestro espacio interior, nos arrastre hacia su destino, nos conmueva. Es aceptar que una voz irrumpa en la conciencia y ocupe el lugar de la nuestra, «Durante mucho tiempo, me acosté temprano…». Es aceptar también ser perturbado, sacudido, y al final, transformado. Pero, al mismo tiempo, leer acerca a los demás, te coloca en la cabeza del criminal Raskolnikov, del tránsfuga de clase Martin Eden, en los pensamientos de Mrs. Dalloway caminando por Londres. Leer abre la sensibilidad a lo que viven las personas. A lo que han conocido, sufrido. Desde la infancia, aprendí de la existencia de los campos de exterminio nazi, pero fueron los libros de Primo Levi, de Robert Antelme, y más tarde de Imre Kertész, los que me hicieron sensible y real lo impensable, mientras que el de Christa Wolf, Muestra de infancia, me hizo comprender cómo el nazismo pudo instalarse y prosperar en los años treinta. Leer amplía las capacidades de comprensión del mundo, de su diversidad y de su complejidad. En francés, leer (lire) y unir (lier) contienen las mismas letras.
Leer devuelve a uno mismo. Leer para leerse.
Annie Ernaux
Texto publicado en alemán bajo el título ‘Trennen, verbinden…’ en la colección ‘Warum lesen?’ (¿Por qué leer?).
Julio de 2020
Traducción: KNB
Foto: Annie Ernaux