La maternidad me ha cambiado por completo. Ha vuelto mi mundo del revés. Hay días que miro hacia atrás y me asombro deteniéndome en lo que pensaba hace tan solo cinco o seis años sobre los niños, la educación, la maternidad y otros muchos temas; claro, eso era antes de ser madre de mis propios hijos. Y cuando reflexiono sobre esas ideas, no me reconozco. No me reconozco porque ahora me parece tan osado y atrevido hablar y opinar de familias y maternidad cuando no tienes hijos ni experiencia como opinar sobre maniobras de despegue y aterrizaje de aviones comerciales cuando ni siquiera te has leído un folleto de una escuela de vuelo. Tampoco me reconozco porque las ideas que tenía eran radicalmente opuestas a las que tengo ahora.
Analizando el tema, puedo llegar a algunas conclusiones. En primer lugar, tenía esas ideas (separación, dominación de los niños, exigencia de obediencia ciega, castigos, respeto hacia los mayores, cachetes a tiempo y demás) porque son los valores establecidos en nuestra sociedad. Las creencias mayoritarias. ¡¡¡Qué irónico hablar de creencias en pleno siglo XXI!!! Pero sí, son creencias, pues no hace falta más que bucear y encontrar documentación y "ciencia" para darse cuenta de que esas ideas no tienen ni pies ni cabeza, pero ¡¡¡Qué bien nos las han vendido que incluso sin tener hijos las defendemos a ultranza!!!
En segundo lugar, también aprecio el cambio que se ha operado en mi. Esas conexiones que durante el embarazo y el puerperio se establecen entre el neocortex y el sistema límbico para fomentar el comportamiento maternal y, por tanto, maximizar las posibilidades de supervivencia de nuestros retoños. Todos esos cambios, producidos por las hormonas del embarazo, del parto, de la lactancia, y ese remapeado del cerebro están ahí. Son una realidad insoslayable y creo que hoy en día la mayoría de las madres (y también de los padres) se nos platea una terrible disyuntiva a la hora de tomar decisiones sobre la crianza de nuestros hijos:
- ¿Sigo los dictados de mi cuerpo y de mi corazón en cuanto a la crianza/cuidado/educación de mi hijo o confío en los consejos de sabios y gurús en libros de autoayuda? ¿Hago caso a mi instinto o realmente no existe ese instinto y esas cosas que siento no son más que imaginaciones mías? ¿Realmente en este periodo histórico de "luz y ciencia" pueden estar las ideas sobre crianza tan equivocadas?
Una vez perdido el "mapa maternal" supongo que tendemos a autojustificarnos, a gratificarnos leyendo libros, escuchando ideas y consejos que nos dicen que lo estamos haciendo bien, que puede ser una labor angustiosa oír llorar a tu hijo, pero que es un sacrificio que se hace en aras de un bien mayor.
Y ya lograda esa independencia artificial, y la distancia emocional que conlleva, podremos dar algún paso más allá, usando métodos de disciplina que parecen tener un resultado inmediato. Podemos tratar de enseñar a un bebé que no se pega censurando su acto con un azote (pensando que como lleva un pañal, no le duele), aunque a ése niño el poso que le queda es que los mayores SÍ pueden usar la violencia física, por lo que es solo cuestión de tiempo que esté socialmente aceptado que él pueda agredir a otros. También aprende que los adultos le castigarán SI le ven, con lo cual, podrá usar la agresión siempre que no sea a la vista de un "mayor"... Solo por poner un par de ejemplos rápidos entre otras muchas lecciones no intencionadas del famoso "cachete a tiempo".
Pasarán los años, muchos años. Quizás esa familia siga usando un azote, una torta, un cachete o unos cuantos para censurar, mostrar enfado, corregir actitudes, castigar, descargar la frustración de un padre o una madre... Quizás esa violencia cese en un momento dado cuando el niño alcance una cierta edad en la que ya no parezca aceptable usar la agresión física y se pase a otro tipo de agresiones... Quizás se grite, quizás no... Quizás se insulte, quizás no... Aunque, personalmente, tiendo a pensar que si el azote parece una herramienta válida para educar ¿por qué no van a serlo los gritos, los insultos, la agresión psicológica?
Pasarán mucho, muchos más años. Y ese niño o esa niña será adulto y se enfrentará a su propia maternidad. Y ahí llegará un dilema aún más terrible a la hora de elegir entre la pequeña vocecita y los gritos de la gran masa mayoritaria... Y es que si eliges la pequeña vocecita no solo tendrás que luchar contra corriente en la crianza de tus hijos, sino que además tendrás que justificarte ante tu propia familia y además tendrás que hacer un ejercicio de introspección para analizar qué fue lo que pasó en tu infancia y por qué no quieres repetir ese esquema con tus hijos.
Es un camino difícil, espinoso, ingrato y demoledor. Es un camino en el que hay que enfrentarse a todos los demonios que te acosan desde tu propio interior uno detrás de otro y en el que tropezarás más de una vez, dejando salir a la luz facetas de ti misma que creías haber desterrado para siempre. Es un camino en el que es fácil enfangarse, perderse, caer en las arenas movedizas de la justificación, de la complacencia. Pero es un sendero que, una vez iniciado, no se puede obviar... Y que, como esas sendas en los bosques de los que hablaba antes -a base de andar, caer y volver a empezar, andar desde el principio y un metro más allá, caer y volver a empezar, andar desde el principio y dos metros más allá, tropezar y volver a empezar- acaba convirtiéndose en una ancha avenida en sus orígenes, un camino trillado en las medianías y apenas un surco acosado por la maleza en los últimos pasos.
Supone no solo un aprendizaje en cuanto a nuestros hijos, sino también en cuanto a nosotros mismos. En como reaccionamos ante las cosas que nos suceden, pues cada uno de nuestros actos es una lección de humanidad para nuestros hijos. Es fundamental enseñarles que somos falibles, que nos equivocamos y que hemos de aprender a reconocer y aceptar nuestros errores y a pedir perdón por ellos.
Hoy me he enfrentado con temas de mi pasado de los que no me gusta hablar. Y he perdido los papeles. Me siento mal por ello, por no haber sido capaz de mantener las formas y defender de manera serena y pausada mi verdad, pero no me arrepiento del origen de mi rebelión, del mensaje que he intentado transmitir. Mi infancia no fue perfecta, hubo en ella muchas cosas que me marcaron como niña y que ahora, desde mi perspectiva de adulta, veo más condenables si cabe. Eso no implica que mi infancia fuera horrible día sí y día también, pero el hecho de que los golpes fueran esporádicos no implica que fueran menos golpes. El hecho de que el terror y la angustía se fueran desdibujando con el tiempo, no implica que no existieran. No pensar en ello, no hablar de ello, enterrarlo en el pasado, no logra borrarlo, sino posponerlo.
El hecho de mezclar amor y miedo hacia la misma persona no contribuye a forjar relaciones saludables, sinceras, respetuosas. El hecho de mezclar amor y dominación tampoco se caracteriza precisamente por sus consecuencias positivas en las relaciones interpersonales.
Es duro. Muy duro. Pero como los martillos de un herrero en el fuego de la forja, estas caídas, estos tropiezos no hacen más que "templar" al acero de mi convencimiento. Llámame intransigente. Lo admito, hay ciertos temas en los que ya no admito medias tintas, ni ligeros tonos de grises. O es blanco, o es negro. No hay más que hablar.
Lo mejor de todo esto es la recompensa. La sonrisa de tus hijos. El amor en su mirada. Sus abrazos cuando les pides perdón, su sinceridad cuando te lo piden ellos a ti, el convencimiento de que eso que tienes, eso que acaricias y que a veces se escapa, pero que con calma y paciencia vuelve otra vez, esa armonía familiar merece la pena. Es algo importante por lo que luchar, aunque a veces te tengas que revolver gruñendo como una loba.
Y volvemos a la segunda disyuntiva. A la que se enfrentaba esa hija "esporádicamente" educada con métodos "socialmente aceptados" en la década de los 80. A veces pienso... ¿Y si hubiera dicho que no a esa vocecilla? ¿Y si me hubiera rendido antes de empezar el camino? Sería más feliz con mi familia, pues no tendría que cuestionar nada de lo establecido y estaría en consonancia con la única "armonía" conocida hasta ese momento... Pero, ¿Y mis hijos? Y si pasaran otros veinte años y mis hijos eligieran una opción distinta a la mía, ¿Sería capaz de aceptarlo con dignidad? ¿De discutirlo calmadamente? ¿De aceptar las críticas? Con casi toda probabilidad, no.
Quizás esta reflexión me ayude mejor a entender lo que ha pasado hoy. Quizás no. Quizás dentro de 20 años nuestros hijos, convertidos en delicuentes juveniles, personas sin límites y sin disciplina, nos echen en cara nuestra falta de criterio para haberles dado un "cachete a tiempo" cuando fue necesario. Quizás dentro de 20 años nuestros hijos, con una mente modelada por el pensamiento dominante, renieguen de nuestros métodos y aboguen por seguir otras teorías. Quizás. Pero confío en que serán capaces de tomar sus propias decisiones con rigor y criterio, basándose en sus sentimientos genuinos y siendo fieles a sus principios. Y espero saber reaccionar antes sus decisiones y sus elecciones con el mismo respeto que trato de imprimir, hoy en día, en mi forma de maternar, criar y educar a mis hijos.