Revista Libros

Búsqueda (y 2)

Por M.a. Brito @mabrito67

–Es que no se por donde empezar. Me impregné de él. El olor lo llenaba todo, su olor. Era suficiente la luz de las velas. Sus llamas vibraban a mi paso como acompañando mi ritmo pausado. No me atreví a encender la luz por no romper el equilibrio, la magia que allí existía. Temía que si lo hacía, todo se desvanecería y se escurriría de mis dedos. Estaba tan cerca de tocarlo… De reojo, a la derecha, vi la alfombra al pie de su cama. No la pisé y miré hacia el otro lado, a mi izquierda. Después de su advertencia de no pisarla, pensé que no era digna de mi mirada. Allí, a la izquierda, había un mueble estantería de madera con pocos libros y muchas piezas. Piezas sin valor, baratijas a los ojos de un profano, pero por un momento me pareció verlo recogiéndolas del suelo como si quisiera llevarse a su casa trozos de mundo que encerraran la esencia de sus antiguos dueños que, por las formas, se intuía que habrían sido femeninas: pequeñas cuentas de collar, minúsculas trabas de pelo,... Parecía un orfanato de vidas abandonadas que él hubiera acogido con esmero. Todas descansaban en su sitio, ordenadas de mayor a menor, o por colores, buscando que se sintieran cómodas, mejor que en su vida anterior.  Búsqueda (y 2)Al lado había un escritorio también de madera. Todo era de madera; es como si la naturaleza necesitara reivindicar su presencia en aquel santuario. Su cama también. Tonos oscuros, colores de nogal o madera oriental, colores vengué. El escritorio había perdido hacía mucho tiempo su función, lo intuí por el poco espacio que lo separaba del pié de la cama, imposible sentarse allí sin estar incómodo, y por la silla que lo acompañaba que se encontraba rota, subrayando con su lamentable estado el motivo de su presencia: mantenerme en pie y mirar el conjunto desde mi posición. Dentro del escritorio había muchas libretas apiladas en perfecto orden. Abrí algunas al azar y a la luz de una vela leí lo que en ellas había. Eran frases, pensamientos, propios y prestados, escritos con un trazo esmerado propio de otras épocas donde las prisas del día a día no se habían comido aún el sosiego de las manos. Poco a poco fui levantando la mirada y encontré varios objetos que a modo de santuario coronaban su escritorio. Todo estaba donde tenía que estar. El conjunto semejaba un triángulo perfecto con tres vértices muy destacados. A mi derecha la figura de un bufón, esta vez no de madera sino de metal, que sostenía en una de sus manos la imagen de una pareja y a la izquierda un guerrero. Me pregunté por qué la pareja en el lado del bufón y no en el centro o a los pies del guerrero. Me contesté yo misma. Tal vez esa era su idea del amor, un poco de risa, un poco de locura. En el vértice superior, coronando el conjunto como una virgen, la Monalisa, la perfección de la belleza. Aquel altar tenía el conocimiento en la base, el contrapeso de la locura y mofa del bufón y la solidez y fuerza del guerrero, uno a cada lado, y arriba la belleza, la aspiración, el anhelo, el motor que guía su mirada, lo que le llevó hasta mí. Giré sobre mis pasos y lo encontré en un rincón, agazapado, sentado sobre la alfombra en una zona de penumbra, en posición de meditación, mirándome con sus ojos profundos. Esta vez no era mi imaginación, era real. Se había deslizado como un gato sigiloso y me había ido arrinconando, haciéndome sentir como un ratón que había sucumbido a la curiosidad o al olor de su cuerpo. Jugueteó conmigo, siempre le gusta jugar. Su mirada era la de siempre: profunda y juzgadora, pero en perfecto equilibrio con su sonrisa abierta, afable, segura de que va siempre por delante de mí, esa que hace que mis piernas flaqueen. Me abrió sus brazos y me dijo, descálzate y pisa mi alfombra, ven.  Me arrodillé a su lado y me recosté. Apoyé mi cabeza en sus piernas y me dejé dormir mientras me acariciaba el pelo. Mi corazón se pausó, casi se llegó a parar. Antes de que ocurriera le dije te quiero. No me contestó.

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