Hay algo en la escritura de Pascal Quignard que produce asombro. No hay nadie que escriba como él. Esta afirmación -para bien o para mal- resulta una obviedad en casi todos los casos, pero es que en el caso particular de Quignard esa singularidad tiene que ver con la reunión de todos los tiempos (como si su temporalidad no tuviese casi nada que ver con la del resto de los mortales), con la reunión de todos los temas, no en un solo tema ni en un solo tiempo, sino en un tejido que los abarca a todos y que devuelve una imagen de una densidad fascinante. No hay metáfora, no hay alegoría, sino una serie de signos que se remiten los unos a los otros y cuyo único fin parece ser el de urdir la maravilla.
Para nombrar sin demasiadas pretensiones el pensamiento llamémosle "la reunión". El pensamiento es lo que reúne a los ausentes, las palabras, los argumentos, las impresiones, los recuerdos, las imágenes. Así como la reunión supone la unión, el pensamiento supone la madre. Para nombrar la madre decimos la atadora. Donde se encuentra la seirén. Vieja sirena que se desliza en el seno de un viejo canto continuo de base 2. Sonoro senil que premastica la lengua como la boca ancestral premastica la comida que va a regurgitar sobre los más recientes para permitirles sobrevivir. La música en este caso, una vez abandonado el mundo del agua y su penumbra, una vez que el humano ha emergido chorreante sobre la orilla pulmonada, en el sol del nacimiento, se vuelve una apostasía del lenguaje que será adquirido progresivamente en el mundo externo y su respiración.
Pascal Quignard, Butes, Sexto Piso