Todo había terminado, no quedaba nada, solo el final. La agonía del amor le desgarraba el alma, o quizá era la traición lo que dolía. En su caso, amor y traición estaban unidos. Su pasado la atormentaba. Con cada lágrima contenida, la herida se abría. Contempló la sangre que caía desde el filo de la daga sobre la seda blanca de su kimono. Aquella sangre era el último vestigio de su honor. La primera gota le trajo a la memoria el recuerdo de una amapola solitaria, una flor perdida en medio de un campo de nieve, en una de aquellas nevadas tardías de la primavera en las montañas. Se estremeció. A pesar del calor del sol, y del verano al otro lado de las ventanas, sentía frío.
Cerró los ojos. Aspiró el olor penetrante de los jazmines del jardín. Inclinó la cabeza, entregada a su destino. Se dejó llevar por el sueño. El dolor cedió. Gota a gota, las flores rojas inundaron la habitación.