A punto de finalizar uno de los años más agridulces hasta la fecha, trato de hacer un balance justo de lo que han supuesto estos últimos 365 días.
Un año que me ha enseñado que sentirse vivo no siempre es sinónimo de sentirse bien. Que hoy estás arriba y mañana estás abajo. Y viceversa. Y que eso, nos guste o no, es lo que da sentido a todo.
Un año en el que he aprendido a entender muchas cosas, entre ellas a mí mismo. He aprendido a cambiar el prisma y a ver las cosas desde otra perspectiva. A entender que alguien más que yo puede tener la razón.
Un año de subidas y bajadas, de risas y lágrimas. De balances y decisiones. De pérdidas. De buscar el lado positivo de las cosas y no siempre encontrarlo.
Un año que me ha mostrado que las posibilidades son infinitas, que todo sentimiento es válido y que jamás debemos juzgar a nadie por sentir sea cual sea el sentimiento. Ni siquiera a nosotros mismos.
Un año de nuevos vínculos. De intensos lazos y corazón abierto. De exprimir cada momento hasta la última gota. De darme cuenta de que las cosas pueden terminar igual que empezaron: un día cualquiera y sin motivo aparente.
Un año que no pasó como cualquier otro. Que se negó a ser uno del montón y que quiso marcar la diferencia. Que quiso acabar dejando huella.
Pero sobretodo un año de emociones.
En todas y cada una de sus variantes.
Y que si tuviera delante a este 2017 y me dieran la oportunidad de despedirme de él, le diría mirándole a los ojos: "sabré verte marchar sin quererte acompañar, si prometes no decirme nunca adiós."