Revista Cine
La noticia me llegaba el sábado pasado: Luis García Berlanga acababa de morir a los 89 años, tras una larga enfermedad que lo retuvo en una silla de ruedas los últimos tres años de silencio por el Alzheimer. El director de “¡Bienvenido, Mr. Marshall!'”, “Plácido” y “El verdugo”, tres obras universales que plasmaron con un brillante humor corrosivo la vida en la España más profunda, nos había dejado en un fin de semana. Antes de ser enterrado, el autor de “La escopeta nacional” pasó unas horas del domingo en la Academia de Cine, donde recibió los últimos saludos de compañeros, emocionados por su última visita. Aquel ácrata disfrazado de esmoquin, pero más irreverente y antisocial que nadie, se había ido si avisar ni despedirse de nadie, dejando en el aire su humor negro que supo mantener hasta el último momento. Una de sus últimas intervenciones la hizo con la campaña “Pastillas para el dolor ajeno”, de Médicos Sin Fronteras, en la que, muy deteriorado de salud, animaba a todo el que se acercaba a las farmacias a hacerse, por un euro, con una caja de seis caramelos cuyos beneficios se destinarían a luchar contra seis enfermedades que diezman el Tercer Mundo: el kala azar, el mal de Chagas, la enfermedad del sueño, la tuberculosis, la malaria y el sida infantil.
Se fue, pero nos dejó la mención del último imperio austrohúngaro, siempre presente en sus películas. Sus personajes, creados y animados en “Esa pareja feliz”, “Bienvenido Mr. Marshall”, “Novio a la vista”, “Calabuch”, “Los jueves, milagro" o “Plácido”, se movieron en un ambiente bien diferente, y ni siquiera la desempolvada nobleza de “La escopeta nacional” recuerda la que se movía por los palacios vieneses. Aunque sí había un plato vienés cuya fórmula era de consumo más generalizado en aquella España: el filete empanado. Solución de urgencia y asequible en aquellos días en que la ternera era mucho más barata que el pollo, elaborado en una versión en la que el envoltorio era, más o menos, el cincuenta por ciento de la composición del plato. La fórmula, según los investigadores, era milanesa de nacimiento y había hecho el viaje de Milán a Viena y no al revés, en manos de las tropas del mariscal Radetzky, conocido hoy por dar nombre a la marcha de Johann Strauss (padre) que cierra, con las palmas de los espectadores, el concierto de Año Nuevo en el Musikwerein de Viena. Algo totalmente en contradicción con la sensibilidad musical de Berlanga cuyo oído nunca se adaptó a ninguna clase de música, ni siquiera a las marchas fúnebres de Beethoven, Mozart, Wagner o Chopin. Por cierto, que este final de semana no ondeó a media asta la bandera austriaca en Viena, aunque sí lo hizo la que ondeaba en Guadalix de la Sierra que sí despidió, con sus crespones negros incorporados, al último míster del celuloide.
Años antes ya se habían despedido de él los actores berlanguianos Pepe Isbert, José Luis López Vázquez, Fernando Fernán Gómez, Manolo Morán, Elvira Quintillá y otros, así como Rafael Azcona, el guionista que estuvo detrás de películas como “El verdugo” y “Plácido”. A lo mejor, quién sabe, es que, desde la otra vida, si es que existe, deseaba hacer con ellos su última película y con esa intención se fue, llevándose con él su humor especial, negro para algunos, ácido para otros. Y nosotros nos quedamos sin su humor y su visión aguda de la realidad española, siempre desde el lado de la ternura y la compasión. Y hoy, dos días después de su partida, la vida sigue en este plató aunque sin vaquillas, sin cárceles para todos, sin verdugos ni Plácidos y sin sus milagros del jueves. “Se nos ha ido –recordó Almodóvar– uno de los últimos representantes de una generación de magos e ilusionistas que supieron sobrevivir en una España sórdida con una censura férrea”.
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