Revista Educación

C a s a b l a n c a

Por Juancarlos53
C A S A B L A N C A

La noche era gélida. La niebla densa que había ocultado el sol durante el día se estaba transformando en cencellada. El puré de guisantes diurno había pasado a batido helado a punto de nieve. Por si esto fuera poco un fuerte viento aumentaba la sensación de frío que en opinión de Pedro debía de andar por los 4 ó 5 grados bajo cero. Sí, hacía un tremendo birurgi. En la calle de la Compañía esquina Plaza de las Agustinas la solitaria lámpara que daba algo de luz se bamboleaba a derecha e izquierda según que las rachas de viento azotaban en uno u otro sentido. Tal era la fuerza del aire que la bombilla de pocos vatios chocaba de vez en cuando contra la pared y dudaba si volverse a encender cada vez que perdía la incandescencia. Era una noche de perros.

Pedro había acabado la función de las 11 de la noche con que se cerraba la gira que por provincias hacía su Compañía teatral. El éxito les acompañaba en donde quiera que paraban. Las risas eran constantes. El público se divertía mucho viéndose reflejado en lo que sobre las tablas sucedía. Era la catarsis total pero en clave de humor. Muchas veces Pedro se preguntaba si él y el resto del elenco sufrían también la misma purificación o al menos revelación. No lo creía. Sé infiel y no mires con quien era el título de la comedia que desde hacía ya doce años llevaban con enorme éxito por los teatros de toda España. La obra era un enredo a tres o a cuatro que impedía dejar de reír durante toda la función. Pedro era el más infiel de todos en la comedia, aunque no fuera así en la vida real. Jamás había engañado a su mujer y eso que el mundo de la farándula se prestaba a ello.

La plaza de las Agustinas lucía sombría por la oscilación lumínica que el viento procuraba. Por momentos la fachada de la Purísima se hacía visible para a renglón seguido desaparecer opacada por la enorme sombra que el palacio de los Alba echaba sobre ella. El frío era brutal. Pedro aceleró el paso. No quería encontrar cerrado el local adonde acudía cada vez que pasaba por esa ciudad. Era un espacio teóricamente alegre en el que nadie hacía preguntas ni pedía autógrafos, donde se sabía a qué iba cada cual: unos a desahogar su lubricidad y otras a conseguir algo de dinero para seguir tirando. Nada más. Eso era todo.

 La entrada en el vicio y la perversión siempre se ha dicho que es fácil pero que la salida es arduo difícil. Pedro lo sabía y por ello, pese a abordar la calle Ancha que tras la Purísima daba acceso al Barrio Chino más popular de España, su idea de echar una canita al aire o mejor dicho irse de picos pardos no contaminaba para nada en su escala de valores la fidelidad a prueba de bombas hacia su pareja. Una cosa era echar un polvo esporádico y otra muy distinta entrar en una relación sentimental continuada con una persona. Lo que ocurría sobre las tablas nada tenía que ver con lo que él hacía cada vez que paraban en esta localidad.

El “Casablanca” lucía aún su antiguo rótulo de neón que alternativamente cambiaba del azul al amarillo. Le gustaba a Pedro que Carmina, la madame del lupanar, hubiese optado por estos dos colores fríos mejor que por el habitual rosa de estos establecimientos. El rosa siempre es engañoso pues induce a pensar en al amor, algo que ni por soñación se da en estos vertederos de exceso de testosterona. Eso pensaba Pedro y por eso jamás estas visitas le habían perturbado ni preocupado.

Al avistar el bar, Pedro fue consciente de que el frío atroz y la fuerte cencellada había creado en sus cejas, sus pestañas y sus ojos una especie de gotas heladas que junto a la densa niebla apenas si le dejaban ver. Por eso y su ya incipiente sordera no fue consciente de la llegada de esos dos hombres, apenas unos críos, seguramente drogatas que habían acudido al barrio a pillar, y que sin previo aviso le asestaron sendas puñaladas para a continuación  echar mano a su cartera llevándose con ellos una suma importante de dinero. Pedro se sintió morir.

Una mortecina luz y una estufa de butano era todo lo que daba cierto sabor de hogar al establecimiento a esas horas de la madrugada. Unas cuantas mesas acogían el cuerpo de Pedro sobre el que un asiduo del bar, el doctor Morujo, aplicaba con acierto sus conocimientos médicos. Las heridas de arma blanca afortunadamente no habían interesado partes vitales y con contener la hemorragia como el médico estaba haciendo bastaría. Ahora sólo había que procurar que Pedro, el simpático actor, recuperase la sangre perdida y para eso nada mejor que una o dos copas de coñac servidas de alguna de las botellas que perfectamente alineadas quedaban bajo el cuadro oscuro que desde siempre a Pedro había llamado la atención.  Al cabo de unos minutos se sintió reanimado por el alcohol y pudo sentarse al amor del calor de la estufa de butano. Carmina, el doctor Morujo y la Geles, nombre de guerra de la chica a la que esa noche le tocaba estar de guardia en el burdel, arroparon con afecto y simpatía al navarro ilustre.

—Ya sólo nos faltaba que te nos hubieses muerto aquí, en el Casablanca— comentó con risa nerviosa Carmina.

—Y que mi mujer y mis hermanas hubiesen descubierto dónde paso algunas noches de supuesta guardia en el Hospital— soltó con voz estentórea Antonio Morujo al tiempo que encendía un cigarro sin tampoco poder contener del todo la risa.

—O sea que usted, o tú como quieras que te trate, eres el señorón por el que la Carmina me ha hecho quedar aquí esta noche— dijo Martina, más conocida en el sector como la Geles. —Pues ya me dirás qué vamos a hacer porque no creo que tengas ya muchas ganas. ¿O sí?

Pedro oía pero no atendía a lo que decían sus salvadores. Él no hacía más que observar el cuadro que llenaba el lienzo de pared que había tras la barra del bar. En él una joven mujer cortaba la cabeza de un bravo varón que desnudo sobre el lecho de Afrodita se veía morir bajo la espada que con maestría manejaba la bella muchacha; era una chica vestida con ropajes antiguos, que parecía atender las indicaciones de una vieja Celestina que le instigaba a que consumara del todo lo que había iniciado. La belleza de la muchacha, la fealdad de la anciana y la fortaleza derrumbada del varón obnubilaban la mente de Pedro.

—¿De quién es ese cuadro? —preguntó.

—Tuyo no, desde luego —contestó entre risotadas Carmina—. Habráse visto. Una cosa es que tu dinerito nos venga muy bien y otra muy distinta es que todo lo que hay en el local sea tuyo. Que de quién es el cuadro, pregunta el guinda éste. ¡Anda, pues de quién va a ser, mío. No te mola!

—Creo —intervino Morujo con delicadeza— que nuestro actor pregunta por la autoría del cuadro. Vamos que si sabéis quién lo pintó.

—¡Uy, majo, ni repajolera idea! —expresó Carmina medio reflexionando—. Sólo sé que un día de hace ya muchos años don Julián que creo que era catedrático o algo así de Historia del Arte me lo regaló. Y es que Julián y yo que en esos años era una jovencita de muy buen ver nos pasábamos dándonos gusto nuestras muchas buenas tardes o noches. Sí, fue él quien un día vino con el cuadro y me dijo que a este local le venía pintiparado pues el asunto le cuadraba a la perfección. La verdad es que no sé lo que quiso decir pero viniendo de él y siendo un regalo pues lo colgué y allí lleva más de veinte años ya.

—Le viene al local y al barrio como anillo al dedo —intervino el médico—. La verdad es que una mujer joven y bella que consigue echar a tierra a un hombre bárbaro a instancias de una vieja es tema que vengo a recordar sale ya en el Antiguo Testamento. Naturalmente el cuadro, bueno el cuadro original del que éste es una aceptable copia, no es de esa época, claro. Pero por cómo el autor usa la luz jugando con el claro y el oscuro y aunque no sea yo experto en Arte como lo sería don Julián diría que es una pintura del final del Renacimiento o principios del Barroco. Y por la violencia,  el retorcimiento dolorido de cuerpo y rostro, me voy me voy a esa corriente pictórica que se llamó Tenebrismo.

—Madre mía, Antonio, tóó lo que sabes —soltó la Geles—. Pues yo me digo que cuando tú y yo estamos en faena no se te nota esta sabiduría, ni tampoco dices cosas tan interesantes sino hala, hala, lo de todos.

—Ja, ja, ja  —rió Carmina— es que la coyunda democratiza e iguala a los humanos.

C A S A B L A N C A

A Pedro en su semiinconsciencia el estilo del viejo cuadro le recordó un fresco de techo que años atrás había visto en la ciudad de Roma; visitaba Villa Aurora o el Casino de la Aurora, ahora en su estado no podía concretar si eran dos denominaciones para un mismo edificio o edificaciones diferentes. El caso es que el fresco evocado representaba a los dioses Júpiter, Neptuno y Plutón con la peculiaridad de que las tres deidades tenían el mismo rostro, el de quien lo pintó. Y ese rostro era el del máximo exponente del tenebrismo pictórico, Caravaggio. ¿Ocurría esta fusión de lo irreal con lo real también en el cuadro del Casablanca?

La pérdida de sangre que había sufrido y la fuerza de los analgésicos que Morujo le había inoculado hacían desvariar a Pedro. Oído por los demás sin él saberlo, a sí mismo se decía balbuceando que la Geles era evidente que no era Judith aunque bien se le parecía por hermosura y sabiduría en el arte de la seducción, lo que había llevado a ambas, cada una en su contexto de lugar y tiempo, a poder sobrevivir. Pero ¿era él asimilable al Holofernes que yace y muere a manos de la bella mujer? De serlo, lo sería sólo por contraste pues mientras el actor divierte y entretiene, el general asirio aterraba y aun hoy amedrenta su figura. Quizás las dos viejas, la actual y la de ayer, sí que fueran idénticas pues hay profesiones que  jamás cambian. ¿Y yo?, se preguntó con sorna, el doctor. ¿Yo no aparezco en la pintura? Y en silencio a sí mismo se dijo: No, yo no estoy ahí, pero sí soy el intérprete, el diagnosticador de lo que en el fondo la vida es: luz y oscuridad, tinieblas y claridad, esto y aquello, lo uno y su contrario. Puro tenebrismo.

El cuadro, ese cuadro que el docto usuario de la casa de lenocinio regaló y pidió que se colgase en el establecimiento, bien mostraba el haz y el envés, el claro y el oscuro, las luces y las sombras, en que la vida de hombres y mujeres se viene a resolver desde casi el origen de los tiempos. Al actor cómico unos delincuentes lo atracaron provocando tristeza en el Casablanca que se dice local de mujeres alegres. Puro tenebrismo.


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