Revista Opinión
A lomos de un caballo pardo, de largas y negras crines, me alejaba raudo del pequeño pueblo en el que, hasta ese momento, las horas transcurrían con la misma cadencia que el aburrimiento. Los días se confundían unos con otros y los domingos no eran más que otra jornada, pero con misa de doce y adultos saludándose en la plaza antes del almuerzo. Los amigos nos divertíamos visitándonos mutuamente, en un transitar sosegado de casa en casa, y yendo al campo a tirar piedras a los pájaros o cazar lagartijas. Aquel pueblo, por entonces enorme en comparación con el tamaño infantil de nuestras experiencias y expectativas, empezaba y acababa en el campo, sobre el que había extendido varias calles y levantado pocas decenas de casas, todas iguales y todas humildes. El horizonte en derredor se perdía tras los campos de labor y unos árboles en la lejanía que se alineaban siguiendo el curso de un arroyo manso como las vacas del establo. Unos cuantos perros, varios gatos, las palomas de un palomar cercano, empeñadas en volar en formación varias veces al día, y aquellas vacas eran los animales que acompañaron nuestro crecimiento y despertaron la curiosidad por conocer los misterios de una naturaleza pueblerina. Y el caballo, la bestia enorme de ojos inquietos que te interrogaban cuando te acercabas para escudriñar tus intenciones, siempre alerta y con los músculos tensos que parecían tener espasmos por las picaduras de las moscas o los deseos de saltar el cerco, y una cola negra e incapaz de dejar de agitarse al aire como un látigo con el que se flagelaba a sí mismo o amenazaba a cualquier intruso. Sólo el dueño del establo podía acercarse a calmar aquella fuerza apenas contenida de un animal que, entre caricias en el cuello y la cara, se dejaba engañar con el forraje que todas las tardes le depositaba en su cubículo cuadrado y pequeño, tan limitado como la propia población que habitábamos pocos cientos de vecinos. Crecí espiando a ese caballo y comprendiendo sus impulsos por correr, tan ardientes como mis deseos de rebasar un horizonte cada vez más estrecho y asfixiante. Forjamos un vínculo que se alimentaba de nuestras insatisfacciones y de los anhelos de huir. El día en que me decidí, el corcel pardo me dejó subir a su lomo para escapar juntos de las ataduras que nos mantenían amarrados a la atonía de lo establecido. Abrazado con fuerza a su poderoso cuello, salimos nerviosos y raudos del establo y abandonamos aquel pueblo hasta más allá del río y los árboles, hacia un horizonte infinito que extasiaba nuestros ojos llenos de lágrimas, cómplices de disfrutar, al fin, de libertad.