Revista Cultura y Ocio
Fueron los tiempos en los que el poeta era una figura considerada dentro de la tribu, pero luego arrasaron la palabra, la redujeron a mercancía, la expusieron junto a los trofeos de guerra. No dan abasto los inventores de palabras. Andan como locos nombrando lo que ven. Hay días en los que inventan dos palabras y días en que formulan cien. El mismo rey ha pedido que terminen el trabajo, pero a veces no hay forma de entender al rey. Lo que dice no coincide con lo que piensa. Piensa en nenúfares y nombra manzanas. Los mismos poetas de la corte piensan en manzanas y nombran reyes. Es de tal magnitud el negocio de las palabras que hay quienes atesoran palabras en sótanos oscuros, a salvo del vértigo de la realidad. No permiten que nadie entre. Tampoco presumen de que las tienen. Por la noche baja a verlas, las pronuncia despacio, se siente durante esos instantes un dios. Sin embargo, lo que confiere una dignidad más alta y un rango de mayor fuste a los ciudadanos es el silencio. Consciente de lo falible de las palabras, algunos han decidido censurarlas. Prefieren callar a errar en lo que dicen. Se comunican con gestos. Los hay de una sofisticación encomiable. Existen coreografías que representan historias de batallas.Quien desea pedir que le dejen solo, mueve las manos, aparta el aire. Quien anhela el contacto carnal se palpa con delicadeza sus genitales, abre la boca y hace que su lengua vibre a izquierda y derecha. Nube, cielo o lluvia han devenido en gestos que no hacen pensar en las nubes, en el cielo o en la lluvia. El gesto que representa el amor no hace referencia a nada que haga sospechar de la presencia del amor mismo. Tampoco la palabra cisne incluye dentro al cisne. Ni rosa oculta una rosa. Los que todavía recurren al uso de las palabras lo hacen de un modo nostálgico. Dicen, por ejemplo: Mira tu catedral de pétalos enredarse en la comitiva de la sangre. O: Mi espada es una sílaba en la espalda del tiempo. En los festejos del equinoccio de la primavera se aprecian mucho los recitados de palabras. Los que las pronuncian no piensan en nada concreto, no se rebajan a unir lo que dicen con lo que piensan. Solo dejan fluir las palabras. Algunos, en mitad del recitado, alcanzan una especie de éxtasis. Se les ve temblar en el entarimado colocado en las aceras. El público, enfervorecido, salta o brinca o eleva las manos o aparta el aire o se toca obscenamente los genitales. El poeta, pues son poeta la mayor parte de los provocadores, que logra un recitado más hermoso es llevado a palacio. Allí el rey lo acompaña a la Biblioteca. Es un lugar donde hay miles de palabras. Están cosidas unas a otras, en libros. Hubo un tiempo en que los libros cantaban la belleza del mundo o registraban el dolor de la muerte, pero ahora son solo objetos vacíos. El rey los mira a veces, sabiendo en secreto que la salvación del universo está encerrada en esas páginas. Los abre, los ojea, incluso recuerda el arte de la lectura y recita lo que los renglones le van confiando. Luego cierra el libro y se toca el pecho, apretando su mano, con fuerza, contra el corazón, pero a veces no hay forma de entender al rey. Lo que dice no coincide con lo que piensa. Piensa en caballos en la tormenta y nombra sombras en los jardínes. No encuentra el modo de rendirlos al paisaje caballos en la tormenta. Esa es una de las cosas que más le duelen cuando, por la noche, cae en la cama y busca el sueño. Siguen en la tormenta, perdidos, los caballos.