Odio las mujeres con el pelo morado. No me refiero a esas jovencitas alocadas con sus melenas teñidas de colorines. No, nada de eso, mi problema es con las señoras mayores que ni se tiñen ni dejan sus canas al viento obligando a las sufridas peluqueras a echar sobre sus cabellos esos plis violetas. Me parecen artificiosas, falsas...justo como era mi abuela, siempre con su pelo lila, con sus críticas constructivas a las lentejas de mamá, con sus pellizcos por nada y ese horrible lunar lleno de pelos que pinchaban en la cara cuando nos obligaba a darle un beso...y ese olor a cebollas..
Las vecinas quisieron organizar un entierro cuando desapareció a pesar de que no tuvimos noticias de su cuerpo, ni vivo ni muerto. Prepararon un velatorio con el desgastado retrato de mi abuela el día de su boda y se encargaron de que no faltara comida ni bebida ni cante y baile. Nadie lloró. Mamá se puso su floreado vestido de las fiestas, ese que mi abuela nunca había consentido que estrenara y ahora lucía fuera de la moda. El duelo se alargó hasta altas horas de la madrugada, las vecinas rieron y bebieron hasta que sucumbieron a los brazos de Morfeo.
Mamá convirtió la casa en una pensión y pasaba los días cantando coplas a la vez que oreaba las sábanas y barría los cuartos mientras que yo regaba el patio con una docena de canicas y viejo trompo. Los huéspedes adoraban a mamá y sus cocidos fueron famosos en toda la comarca.
Una noche, una sombra lila se dibujó en las paredes del zaguán. Mamá se asustó esperando el regreso de mi abuela y sus chillidos me hicieron dejar la cama de un salto, coger con fuerza el rodillo de amasar y correr hacía el estremecedor sonido de su voz. Junto a la puerta, una señora agarraba a mamá de las muñecas y la zarandeaba repitiendo una y otra vez que se calmara, que sólo venía buscando una habitación para dormir pero ni mamá ni yo supimos interpretar las palabras de aquella señora de pelo morado y, con un golpe seco del rodillo, el silencio volvió al zaguán. Aun con el pecho encogido por el miedo, nos miramos sabiendo qué teníamos que hacer.
No llegué a contar las veces que corrí a salvar a mamá de sus fantasmas lilas con mi fiel rodillo. Su última noche, los fantasmas volvieron a su mente pero fue imposible sacarlos de allí. Armada con mi fiel amigo, repetí la operación otra vez. Cogí el cuerpo de mamá y, tal y como ella me había enseñado, primero con mi abuela y luego con todas las mujeres de pelo lila que pasaron por la pensión, arrastré el cuerpo hasta el horno del pan dejando que las llamas hicieran el resto.