Hay algo que me gusta en las máscaras, pero también algo que temo en ellas. Dicen que en las máscaras se queda presa parte del alma de quien la realiza. Dicen que también se queda presa parte del espíritu de la criatura que representa. Aborígenes de distintas culturas y épocas usaban máscaras detrás de la cabeza, pues sabían que el animal salvaje no atacaba si lo estabas mirando...
Hay algo mágico en el poder que tiene la máscara que te permite ser otro. No es que se deje de ser uno, es que se permite ser otro uno. A veces la máscara desnuda el alma y sus deseos, sus pasiones, sus perversiones. Porque la máscara protege. Permite ser. Máscara y disfraz permiten comportarse de una forma distinta a la que la vida normal permite. Carnavales de otredades surgen con cada máscara. Carnavales de quienes queremos ser y no podemos.
La vida moderna es una maestra en el proceso de la máscara. Obliga a disfrazar y a comportar, obliga a ser otro. Obliga a poner un rostro encima del propio. Y luego otro. Y luego uno más. A veces ocurre que, en el proceso de ocultar la faz, el peso de tantas máscaras va borrando las verdaderas facciones y cuando llega la hora de mostrar la cara ya no se recuerda quien eras antes de cubrirte.
Algo bueno ha de tener, pues tu nuevo yo será la máscara que uses. Curiosa paradoja, pues ese regalo de poder elegir quién ser es también una condena. Aunque quisieramos librarnos de ese aparentar nos resulta imposible evitarlo.
En el fondo, no somos más que apariencias.