Revista Salud y Bienestar

"Cabeza vacía", por Luisa Horno

Por Seo Bloguero

Relato ganador del concurso de relatos escritos por personas mayores de la obra social La Caixa.
Al concurso se han presentado en total 1.154 relatos, con una ligera mayoría de mujeres autoras.
Luisa Horno tiene claro de qué va la historia con la que se adjudicó el jueves el primer premio del concurso de relatos escritos por personas mayores de la obra social La Caixa: "Va de ilusión". Así lo dijo en el acto de entrega del galardón, el jueves en el CaixaForum de Madrid. Su relato, Cabeza vacía, supone una mirada irónica y amable a los primeros síntomas del alzheimer con un presunto Supermán incluido, y mereció el apoyo unánime de los cinco miembros del jurado.
Este lo integraban la escritora y académica Soledad Puértolas y los también escritores Fernando Schwartz y Juan Díaz de Atauri (el ganador de la edición del 2011 del mismo concurso); el director ejecutivo de La Caixa y director general adjunto de la Fundació La Caixa, Jaume Giró; el director de Radio 1, Ignacio Elguero y el subdirector de La Vanguardia Miquel Molina. En total, se presentaron al concurso 1.154 relatos procedentes de toda España, con una ligera mayoría de mujeres.
Luisa Hornos es una jubilada de 67 años que trabajó durante 35 como bibliotecaria. Desde que dio por finalizada su vida laboral escribe a razón de un relato por semana (ha finalizado ya más de 80) e incluso ha redactado las primeras páginas de la que podría acabar siendo una novela. Asiste a talleres de escritura y afirma que el poder dedicarse a la literatura supone la culminación de un sueño aparcado durante muchos años por la falta de tiempo. "¿Esperaba ganar?", le preguntaron en el acto de entrega del premio, en el CaixaForum. "No, pero sabía que mi relato era bueno", respondió muy decidida.
Estoy empezando a desorientarme, a tener vacíos. Siempre he sido muy despistada, como casi toda mi familia, pero esto es otra cosa. Algo desaparece dentro de mi cabeza de súbito, sin avisar. Luego vuelve y ya está. No hago más que pensar en el dichoso alzheimer. A veces me mareo, como si fuera a perder el equilibrio. Pero no me he llegado a caer. Puede que sean tonterías, aprensiones. Manías de mujer de mediana edad con mucho tiempo libre. Desde luego no es estrés, como le encanta decir a todo el mundo. Veremos.
Esta plaza tranquila y soleada me suena. Sus árboles diferentes, el monumento a una mujer guerrera. De qué la conozco. Me gusta. Escojo un banco cercano a la cabina telefónica. Por si tengo que hacer una llamada urgente. Nunca se sabe. He olvidado el móvil en alguna parte.
No sé muy bien qué hago aquí, pero tampoco quiero ir a ningún otro lugar.
Me derrumbo en el banco sin mirar a un chico de aspecto extranjero sentado en el otro extremo. No le digo ni hola y enciendo un cigarrillo. Con aire autosuficiente, saco de mi enorme bolso el cenicero portátil y lo coloco en el asiento, a mi lado. Percibo que el chico me mira con curiosidad, pero me importa un bledo.
Aquí y ahora estoy sentada en un banco al sol, y punto.
Miro a mi vecino de asiento. Unos ojos francos, profundos, me observan con amabilidad bajo una onda de pelo oscuro. Apago el cigarrillo, tapo el cenicero y le ofrezco el paquete abierto. Sonríe negando con la cabeza. Gracias, no fumo, me dice con un acento que no puedo identificar. No parece árabe, ni europeo del norte. Desde luego no es chino, africano ni latino. Pero me resisto a pensar que sea estadounidense por su atuendo sencillo, incluso elegante. Pantalón gris oscuro, camisa blanca, americana de tweed, zapato y calcetín negros. Canadá, le pregunto como una boba, articulando mucho. Vuelve a negar. Australia, sigo en mis trece. No, yo de Krypton, me contesta con bastante claridad. Otro que me quiere tomar el pelo. Pero no importa, acabo de decidir que éste es el primer momento del resto de mi vida.
Me giro hacia él cruzando las piernas y enciendo otro cigarrillo: No serás Supermán, le pregunto algo irónica. De nuevo una sonrisa estupenda. Si, dice, soy Supermán, ahora sin acento ninguno. Y qué haces aquí. Espero por si alguien me necesita, contesta en voz baja. Sigo mirándolo y el cigarrillo me abrasa los dedos. Doy un pequeño grito, lo tiro y me acerco la mano a la boca. El dice disculpa, me coge por la muñeca y roza mis dedos con suavidad. El escozor desaparece. Bueno, tampoco me había quemado mucho. Para no perder el control de la situación, sigo preguntándole: entonces te llamarás Clark Kent, aquí en la Tierra. Me mira como con reconocimiento: Clark Kent, sí. Y eres periodista. Ríe abiertamente: eso fue hace tiempo, al principio.
Los arboles de la plaza han empezado a moverse, las hojas susurran entre ellas. Se está levantando viento. El se sube las solapas de su chaqueta y continúa, más serio: el Sunday Planet ya no existe, Lois tampoco. Me sale la vena cruel: pues tú estás de lo más lozano, si fueras Clark Kent ya tendrías que estar muerto o casi. Me mira como por primera vez: pero tú no sabes, los superhéroes. Ahora río yo: sí, lo sé, pero vamos. Me remuevo incómoda, de pronto el banco es duro y estrecho. La verdad es que no sé qué hacer, si seguir con la broma o marcharme a casa ahora mismo.
Dice no te vayas aún y me quedo quieta, estupefacta. Vuelve a sonreír: seguro que te podré demostrar que soy Supermán. No se qué decir. Me quedo callada, pero él no parece sentirse molesto. Tan normal, tan guapo, con la oscura onda sobre la frente, las solapas alzadas, las manos en los bolsillos, largas piernas estiradas, pies cruzados. Me fijo en los impecables mocasines de piel negra. Pienso que Supermán no llevaría esos zapatos. Me mira de reojo: los he comprado esta mañana en Independencia, musita. El interior de mi cabeza comienza a girar. Casi desesperada, se me ocurre que a lo mejor Supermán puede curar enfermedades -si los vacíos de mi cabeza son una enfermedad-. No creo que se moleste si le pregunto. Mira que si me cura. Y ahora es mi corazón el que galopa.
Sigue haciendo viento, pero no es desagradable. El sol calienta con suavidad. La plaza no está muy concurrida, aún no han salido los niños del colegio. Me acelero de nuevo: van a llegar los niños. ¿Lo conocerán cuando lo vean? Con lo listos que son, sabrán que es Supermán. Imagino una escena maravillosa, muchos niños boquiabiertos rodeando nuestro banco. En ese momento, tras los edificios de enfrente se oye un gran estallido, y segundos después el alboroto de sirenas.
Antes de que me quiera dar cuenta, mi nuevo amigo se ha incorporado y ha corrido a la cabina telefónica. Se mete en ella y cierra la puerta. A quién llamará, pienso tontamente. A quién conocerá Supermán en Zaragoza, quién sabrá su verdadera identidad. Yo, descubro con un orgullo nuevo. Me conoce a mí. Y despacio, como a oleadas, me va invadiendo la ilusión. La ilusión perdida.
Al cabo de un rato, me levanto y me acerco a la cabina. Tras los anuncios pegados a los cristales, parece vacía. Abro la puerta. Sí, está vacía. Pero yo lo he visto entrar. Yo he hablado con él. Yo... A punto de volver el terrible vértigo, me apoyo sobre el teléfono. Intento cerrar los ojos y descubro en el suelo un reluciente mocasín de cuero negro. Lo levanto con cuidado y lo introduzco en mi bolso enorme. Ya muy tranquila me dirijo hacia mi casa. Ahora recuerdo perfectamente el camino.Fuente: La vanguardia

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