Muchas son las distracciones con las que lidiamos cada día y muy pocas las oportunidades que se nos da para apartarlas. Señales procedentes de todas partes, de nuestros relojes, cuentapasos, muros, pulseras, auriculares, que en su momento ya serán nuestro organismo, pero también de fuera, de los semáforos, vehículos, letreros, pantallas, anuncios, avisos, nos llegan siempre asaltando nuestra conciencia, irrumpiendo en ella, o rompiéndola, porque dejamos de ser y pasamos al estado de alerta. Las sinapsis se tensan y la consciencia se nubla. Dejamos de escuchar aquella maravillosa melodía, de profundizar en aquel silencio tan locuaz, de perdernos en nuestro Rosebud particular.
Estando en alerta estamos conectados, nos sentimos parte de algo, sí, pero a cambio de perdernos a nosotros y cuanto nos rodea. ¿Por qué no nos plantamos en medio de la calzada y nos ponemos a pintar? Decían los maestros antiguos que de todo lo que pasa algo permanece, incluso del río de Heráclito, cuyo nombre -el propio- no cambia a pesar de que ya no nos bañemos en el mismo río. Sí, me detendría en el baño diario de luz, en la palidez de los edificios que frecuento, en los rostros caídos de antes del amanecer, en eso que permanece aun cuando todo se hallase conectado. Y así, permaneciendo, quizá me habituara de nuevo a ser.
Se cuenta la anécdota de un maestro taoísta que aleccionaba así a sus discípulos: «Cuando estéis de pie, estad de pie. Cuando caminéis, caminad. Cuando estéis sentados, estad sentados. Cuando comáis, comed». Entonces, uno de ellos le interrumpió y replicó: «Pero, maestro, si eso es lo que hacemos». El monje le respondió: «No, cuando estáis sentados, ya estáis de pie. Cuando estás de pie, ya andáis corriendo. Cuando corréis, ya habéis llegado a la meta» (Los jardines de los monjes, Peter Seewald y Regula Freuler)