Las etiquetas tienen atractivo, es indudable. Por alguna razón profundamente instalada en alguna parte de nuestro cerebro de reptil, nos encanta poner etiquetas a las cosas. Quizás la burocracia no tiene nada que ver con la civilización y sí con la genética humana, quién sabe. Ponemos etiquetas y las dejamos ahí puestas, bien grandes, expuestas y con cierto ánimo de perpetua eternidad, alegres y felices de haber ordenado el mundo a nuestro alrededor. Lo que no está muy claro es si las cosas llevan su etiqueta o si, al final, el mundo se va adaptando a esas etiquetas cual Matrix mutable, transformando el ligero papel del post-it en duro mármol de lápida que entierra cualquier futuro cambio. Divago, pero me explico: ¿hasta qué punto la etiqueta que le ponemos a un autor condiciona su obra? En estos tiempos de tags y web semántica, parece que la costumbre que parecía haber alcanzado su cénit con la invención del Dymo se haya exacerbado exponencialmente, hasta el punto que lo que era calificativo pasa a ser identidad pura y dura. Si no tienes etiqueta, no sales en Google, y si no sales en Google, no eres, finito. Lo de pienso, luego existo ha pasado a la historia: estoy en Google, luego existo. Si a un autor le plantamos la lápida-etiqueta de “costumbrista” o “autobiográfico” o “novelagrafista” o lo que sea… ¿puede sobrevivir a un cambio de etiqueta?¿Se puede quitar alegremente esa etiqueta sin caer en el olvido mediático 2.0©? En su día, la diversidad, la riqueza y adaptabilidad del artista eran valores y méritos, pero en esta sociedad que funciona a velocidad de F1 (no el coche, sino la tecla), como cambies de tag demasiadas veces, Google no te pone en los primeros puestos y, chas, desapareces. Y sin banda sonora de Alex y Cristina (gran chica, proclamo).
Pongo un ejemplo: llega una joven autora, que se lanza allá por 2007 a eso de la internet para contar su vida en uno de los mejores webcomics (o webBD) que se hacen por las galias (referente absurdo, reconozcámoslo, en un tiempo donde la geografía sólo tiene sentido para la geolocalización de tiendas próximas): Ma vie est tout à fait fascinant (algo así como “Mi vida es completamente fascinante”). Blog/webcomic donde la autora demostraba chispa, ingenio e inteligencia para esto de la historieta y que la lanzaría a la fama mediática. Fue conocida y le encargaron series que enlazaban con los contenidos de las etiquetas de Google: “joven”, “mujer”, “autobiografía”. Y le fue bien la cosa: revistas femeninas que le encargan series, buenas ventas de los libros que recopilan sus historietas en web…
¿Pero podría escapar de las lápidas? ¿Era Penélope Bagieu un ejemplo más de la rapidez con la que internet encumbra y entierra, de esa capacidad indecible para crear humo con forma de nube de tags?
Pues ni idea, la verdad. Pero ha dado un argumento incontestable en forma de tebeo que demuestra que conseguirlo, quién sabe si lo logrará, pero merecerlo, lo merece sobradamente: Cadáver exquisito. Una ficción que cuenta la historia de Zoe, joven y con una vida de mierda. Cualquier estudio académico la catalogaría automáticamente en el cajón de incultas o casi analfabetas, con un novio en el paro que duerme con los calcetines puestos mientras se tira pedos y un trabajo de azafata que no parece la aspiración de su vida. Una existencia gris que encuentra un día un punto de inflexión total cuando conoce a un escritor sin inspiración, ermitañado en su casa. Contado así, parece el comienzo de una nueva película de un Rohmer redivivo, pero puede asegurarles a ustedes que el devenir de los acontecimientos es tan sorprendente como bien aderezado de una sana mala leche que acerca más a la joven autora a la acidez del genio de un Lauzier que a la plácida bonhomía del cineasta. A Bagieu no le tiembla el pulso y va dinamitando los tópicos, lanzando salvas a diestro y siniestro y dándole la vuelta a la tortilla para beneplácito de un lector que poco a poco va tomando partido hasta casi lanzar olés ante el quiebro final que reconvierte a Zoe en heroína completa de la picaresca industrial. No en vano, la obra apareció originalmente en la colección Bayou, demostrando que Joann Sfar tiene tanto ojo creando tebeos como fichando nuevos valores para el noveno arte. Vamos, que la señorita Bagieu se merece que toda la ristra de lápidas que se le encalomaron en su día se derrumben para dejar sólo una: la de una excelente autora.