Revista Opinión
En España no ha existido la cadena perpetua desde 1928, aunque sí la pena de muerte durante la época ignominiosa de la dictadura franquista, que se fusilaba y se aplicaba el garrote vil a los vencidos de la Guerra Civil, sin garantías procesales. Afortunadamente, esos tiempos han pasado y, gracias a la restauración de la Democraciay del Estado de Derecho, el castigo de cárcel no persigue la venganza sino la rehabilitación, reeducación y reinserción social del penado, como establece una Constitución que excluyó la pena de muerte y la cadena perpetua de nuestro ordenamiento legal. Con todo, las penas de prisión en España son de especial dureza y duración. El máximo castigo por delitos de extrema gravedad, como son el asesinato y el homicidio, es de cuarenta años de prisión, no acumulables a otras condenas que el reo pudiera recibir. Es lo que explica que terroristas hallados culpables de matar en un atentado a diez personas inocentes, lo que sumaría condenas de hasta cuatrocientos años de cárcel por diez delitos de asesinato, en realidad sólo cumplen 40 años de reclusión entre rejas, tiempo al que habría que restar las posibles reducciones por buena conducta y otros beneficios que el condenado pudiera merecer antes de tener derecho al acceso del tercer grado penitenciario. Pero entre 20 y 25 años de cumplimiento efectivo de condena no se lo quita nadie, justamente el tiempo en que está prescrita la revisión de una condena de prisión permanente.
Sin embargo, no parece suficiente que un criminal pase 25, 35 ó 40 años en la cárcel para resarcir a la sociedad del daño que le haya podido ocasionar. Existe un sector de la población, identificado con la mentalidad conservadora, que es favorable a que el sistema penal español contemple la cadena perpetua para delitos de suma gravedad, aun cuando no haya motivos jurídicos ni sociales que lo justifique. A pesar de ello, el Gobierno del Partido Popular introdujo en 2015, cuando gozaba de mayoría, la prisión permanente revisable (PPR) en el Código Penal y, tras tres años en que sólo se ha aplicado en un caso, ahora pretende ampliarla a nuevos supuestos que responden, más que a criterios jurídicos, a la demanda mediática y emocional de los colectivos de víctimas y a la proclividad de ese sector de su electorado. Es innegable que, tras producirse los casos del secuestro y asesinato de la joven gallega Diana Quer y del niño andaluz Gabriel, la sensibilidad social está alterada y conmovida, proclive por tanto a la máxima dureza en el castigo de los culpables. Dos millones de firmas se han recogido, en un contexto de especial sensibilidad, para que se mantenga la cadena perpetua en nuestro Código Penal, precisamente cuando las formaciones nacionalistas y de izquierdas del arco parlamentario han rechazado con sus votos la propuesta de ampliarla a nuevos supuestos, como pretendía el Gobierno, e, incluso, han iniciado el procedimiento para derogar la ley en su totalidad.
También es verdad que ha causado bochorno la discusión parlamentaria en torno a esta cuestión por la asquerosa manipulación del dolor de las víctimas, presentes en las tribunas del público del hemiciclo, a la que recurrieron para refrendar sus alegatos tanto los defensores de la ley como sus detractores. Una utilización de argumentos emocionales inapropiada en quienes tendrían que ofrecer criterios basados en una serena reflexión jurídica sobre la idoneidad de una medida tan extrema y su compatibilidad con la Constitución y los derechos reconocidos de los ciudadanos, además de explicitar las razones objetivas que aconsejan, desde el punto de vista legal, la reintroducción de la cadena perpetua en el Código Penal. Nada de eso se produjo en el Congreso de los Diputados, entregados sus señorías al mitin electoralista más grosero ante sus respectivas clientelas.
En cualquier caso, nos hallamos ante un falso debate promovido por el partido en el Gobierno con intenciones espurias. Ni existe un problema de seguridad causado por unos alarmantes índices de criminalidad en la sociedad española ni se dictan sentencias laxas a delincuentes condenados por casos de homicidios, asesinatos, terrorismo o cualquier otro delito considerado grave. Antes al contrario, la tasa española de homicidios es de las más bajas de Europa, muy por debajo de la de Francia y a años luz de la de Estados Unidos, lo que convierte a nuestro país de los más seguros del continente.
Y las condenas con que se castigan estos delitos, hasta un máximo de cuarenta años de reclusión, podrá parecer cualquier cosa menos blanda, puesto que obliga a un cumplimiento de condena de al menos 20 ó 25 años entre rejas, lo que equipara a nuestro sistema penal, en cuanto a severidad, al de otros países de Europa con cadena perpetua, en los que se revisan las condenas al cabo de los 14 años en el Reino Unido y de los 20 en Francia. Hay que tener en cuenta, además, que una consecuencia inevitable de esta severidad penal es la saturación de las cárceles españolas, que alojan a una población penitenciaria que en muchos casos excede del máximo previsto para cada centro y que permanece en reclusión durante mucho más tiempo que la de otros países de nuestro entorno. Ello acarrea un problema de seguridad en las prisiones y de financiación de esta política penitenciaria que exige más cárceles, más mantenimiento y más personal. No se percibe, por tanto, cuáles podrían ser realmente los motivos para restablecer la cadena perpetua en España e, incluso, intentar proceder a la ampliación de los supuestos en los que podría aplicarse, más allá de los enumerados en la justificación de esta condena, como son los asesinatos especialmente graves, el homicidio del Jefe del Estado o de su heredero, el de jefes de Estado extranjeros, el genocidio o los crímenes de lesa humanidad. La PPR no corrige ninguna laguna de nuestro ordenamiento penal ni endurece significativamente las penas, salvo que se considere necesario dejar sin expectativas ni esperanzas a un número ínfimo de reclusos, cuya rehabilitación y reinserción social deja de ser el objetivo fundamental del castigo que se le inflige en nombre de la Justicia. Pero es que, a mayor abundamiento, la prisión permanente revisable no sólo resulta redundante de las condenas que ya se dictan en España, sino que será tan ineficaz como la pena de muerte de EE.UU. a la hora de prevenir o persuadir al delincuente de la comisión de esos delitos graves y execrables que tanto nos repugnan y acongojan. Desgraciadamente, los castigos no disuaden a los criminales que están dispuestos a delinquir, por muy duros que estos sean. Y los que se aplican en España ya son lo suficientemente severos como para que muchos de ellos se lo pensaran dos veces, y ni así lo hacen. Aparte de las medidas punitivas, la actuación sobre las causas y circunstancias que favorecen la criminalidad y la delincuencia parece más aconsejable que el mero endurecimiento del castigo, si de verdad lo que se persigue es reducir unos índices de criminalidad que, por otra parte, no representan el mayor problema de seguridad al que se enfrenta nuestro país. Existen problemas mucho mayores que están ahora arrinconados por esta discusión de salón, cuando no tabernaria, y a los que debería prestar mayor énfasis el Gobierno.