Revista Diario
Con lentitud, se quita el piloto de gabardina húmedo y lo cuelga amorosamente en una de las sillas. El paraguas empapado cuela un hilo de agua sobre el piso que va formando un pequeño charco junto a la otra silla. En la mesita, un ínfimo florero de losa blanca con algunas margaritas y una azucarera a medio completar, con igual proporción de sobrecitos de azúcar y edulcorante, se distinguen sobre un mantel celeste desgastado por el uso y el lavado. Como en un acto de devoción, coloca junto a los escasos ocupantes de la mesa el libro que con precioso celo resguardó de la lluvia, descubriendo una de las esquinas de la tapa ajada, fruto de tanta lectura. Restrega su cabello en exagerada postura. Espera conseguir acondicionarlo, pese a que el viento lo despeinó bastante. Se acomoda en una de las dos sillas que quedaron libres y espera. Mira el reloj que cuelga en una de las paredes para corroborar el paso del tiempo mientras calcula cuánto tardará en llegar.
El mozo se acerca y lo saluda con camaradería. Ordena un café doble y contempla la calle por la ventana empañada. Afuera llueve torrencialmente; adentro, el bullicio de tazas, las máquinas que sueltan intermitentes bocanadas de vapor y el murmullo de la clientela se mezclan en un sonido monótono, amorfo y sedante. Bosteza aburrido. La caminata apurada desde la salida del subte lo agitó y ahora, más relajado, se siente cansado. Cansado de buscar respuestas, soñar salidas, empuñar razones, pretextos y argumentos. Cierra los ojos por un instante para intentar conseguir que las agujas del reloj apuren su recorrido y obligar al vendaval a que amaine. Los vuelve a abrir y comprueba que sus deseos no fueron cumplidos. No se sorprende; nunca se cumplen, aún los más inofensivos. Observa la gente que, en la vereda, corre o apura la marcha para buscar reparo. La lluvia cae con condenada fuerza y el temporal no permite suponer que disminuirá su ira. Algunos grupos de jóvenes entran en la confitería buscando refugio y, en desordenados movimientos, unen algunas mesas para ocuparlas.
El mozo estaciona el jarrito de café negro delante de él y el tintinear de la cucharita contra la taza lo devuelve a su presente. Humo cálido y cargado se eleva hasta su nariz para animarlo. Una aureola de espuma se desvanece sobre la espesa negrura de su taza cuando deja caer una lluvia de azúcar y el sonido de la cucharita, revolviendo el brebaje, lo entretiene en monótono juego. Ya está. Lo huele, lo prueba y, satisfecho, lo deposita nuevamente sobre la mesa.
La calle, casi imperceptible entre la pesada lluvia y los vidrios empañados, no le devuelve ninguna silueta que adivina conocida. ¿Vendrá? Lo prometió, pero últimamente las promesas se desfiguran o se esfuman. Se siente incómodo y se revuelve en la silla. Un terrible pensamiento lo alborotó al extremo de desear salir corriendo de allí sin pagar, sin recoger sus cosas, sin importar lo que piensen de él. ¿Y si no viene? ¿Si desaparece entre la multitud y nunca más la ve?… Intenta componerse bebiendo un sorbo de café humeante y espera. Media hora ha pasado desde que llegó a la confitería. La lluvia, la maldita tormenta se interpuso en sus planes. Seguramente, deberá aguardar más de la cuenta. Otro sorbo de café dulce, cargado, reconfortante. Nadie entra o sale; la lluvia invita a quedarse, a no salir a la calle. Cada vez que el semáforo obliga a cesar la marcha de los automóviles, se ilusiona. Tal vez, no llegue caminando. Tal vez, tome un taxi.
Cinco minutos más. Hay tanto para hablar. Todo puede solucionarse. Lo vivido no puede borrarse de un portazo. La convivencia no puede resumirse en rutina, silencios e indiferencia. Sigue lloviendo y los minutos corren. Ahora, siente que avanzan con premura como en una carrera que no puede detener. Acaricia la tapa del libro y bebe otro poco de café. Afuera, la lluvia desdibuja las siluetas de los árboles, las paradas de los ómnibus y los escasos vehículos que transitan. El bullicio monótono de la confitería no se compara con el alboroto que siente en su cabeza o en sus entrañas. Mira el reloj y espera. Bebe café y espera. Impaciente, espera.
©Silvina L. Fernández Di Lisio
Nota: Este cuento fue publicado en la selección antológica "Intermitencia" que presentó Editorial Dunken en la 38º Feria Internacional del Libro 2012. Advertencia: A todo aquel que decida reproducir en forma parcial o total este texto es oportuno informarle que el copyright © del mismo pertenece a la autora, quien no cede ni comparte este derecho con ningún otro individuo.