Revista Cine
Siempre me ha parecido curioso y estrafalario basar la promoción de algún evento en la protohistoria, en el pasado pluscuamperfecto que en buena lógica nada tiene a ver con la actualidad porque resulta diáfano que lo único perceptible tras el paso de los años, que es la experiencia, no se da en elementos jóvenes: si acaso las ganas de innovar, de modernizar, de remozar, de romper con ése pasado que los charlatanes de la postmoderna mercadotecnia se empeñan en utilizar como pasaportes a un éxito seguro, abanderados como se presentan en unas ínfulas a todas luces inapropiadas.
Siempre que he podido he asistido a una proyección de la última aventura de James Bond, ese agente del gobierno de su majestad la reina británica que, mira por donde, de momento es más longeva; curioso; todos sabemos -o deberíamos saber- que James Bond es el hijo literario predilecto de Ian Fleming -que seguramente jamás imaginó el éxito popular de su saga- y hemos recibido en las últimas semanas decenas o centenas de reclamos publicitarios en los que de alguna forma se glosa el cincuenta aniversario de la aparición como fenómeno cinematográfico del super agente, del espía con licencia para matar, como acredita su escueto -y famosísimo- número: 007
Siempre he pensado que la saga de Bond es en sí misma un subgénero: las diferentes películas se parecen bastante -por no decir mucho- entre ellas y se acerca muchísimo al efecto placebo que la repetición de algunos actos procura a la mente relajada que huye de las preguntas como de la peste: en la misma forma en que la reiteración produce en la infancia el sentimiento de conocer y entrega una apariencia de tranquilidad, las películas de Bond, que se pueden resumir en tres tópicos, suelen afrontarse con la esperanza de recibir una ración de lo mismo: con modos nuevos, rostros cambiantes, pero lo mismo al fin: y sobre todo, sin complicaciones: los experimentos, con gaseosa, por favor.
Porque se empieza aficionándose uno a las cañas de cerveza más que a un buen martini y acaba por presentar a un villano en una paupérrima imitación de la gloriosa entrada en escena de Violet Venable.
Porque claro, si es que Sam Mendes en definitiva viene del teatro y estaría encantado de poder dirigir Suddenly, Last Summer, pero ¡ay! se le adelantó un tal Mankiewicz a la hora de llevarla al cine (como ya sabemos) y claro, mejorarla va a resultar imposible. Así que Mendes se contenta con buscar la posibilidad de rodar esa estupenda escena aunque en vez de contar con un guión escrito por el mismísimo Tennessee Williams y la gloriosa complicidad de Monty y Kate, se tiene que contentar con los pobres diálogos del sobrevalorado John Logan pronunciados por Daniel Craig y Javier Bardem, una lucha, dice alguna revistilla de cine, de galanes del cine más actual, poderío sexy masculino a tope. Con una escenita que casi parece homofóbica por lo pacata y mal resuelta, sin un miligramo de picardía o ironía, condimentos absolutamente ausentes de la trama de la última película de la saga Bond, titulada SKYFALL que literalmente sería Caído del Cielo, pero como esa expresión está casi que asimilada a la de bendición divina -o maldición, si lo que cae son meteoritos o sapos- pues los distribuidores, en un alarde de vagancia, han dejado el título sin traducir.
Que ya podrían haber dejado toda la película sin traducir, porque el doblaje, una vez más, resulta adormecedor.
Durante los meses previos se han ido produciendo toda clase de noticias dirigidas a mantener entre los aficionados las ganas de asistir al estreno del nuevo episodio de la saga y la verdad es que ya se olía la chamusquina cuando salía Mendes y aseguraba que iba a dar un vuelco al personaje, que le iba a proporcionar mayor profundidad y enjundia personal, que si esto, que si lo otro. ¿Nadie le dijo a Mendes que el espectador de Bond no busca filosofía barata? Tortas bien dadas, apuestas ganadas, martinis, chicas guapas, villanos feos, chicas guapas, escenarios exóticos, chicas guapas y M y Q con cara de pocos amigos pero en el fondo encantados de la vida. Y chicas guapas. Sin más. Ya vale.
Mendes se complica la vida y se mete él solito en un atolladero del que tarda en salir dos horas y veinte minutos, una eternidad, porque las escenas de acción no acaban de funcionar como debieran y además se perciben huecos en el guión: oiga, que hemos admitido a Bond haciendo cosas más que inverosímiles, pero no nos deje con cara de atontados porque vemos al malo bajar de un andrajoso ascensor y jamás veremos las estancias superiores: porque imitar a Guillermo Tell situándose en pleno siglo XXI justo en las antípodas de Sam Peckinpah, para quien ha visto casi toda la saga en el cine viene a ser como una afrenta personal: ¿es la película de Bond un producto para niños de pecho? Tetas, culos y tiros impactantes es lo esperado. No es tan difícil.
Rellenar los huecos producidos por la alarmante carencia de ideas con una serie de "homenajes" a la saga es bordear peligrosamente la sensación que no hay ideas nuevas y desde luego que las que vemos en pantalla pasan por descabelladas y risibles en un atentado ilógico y lastimosamente nada paródico: ¿ustedes se creerán que un ferrocarril metropolitano se puede caer por un agujero y seguir circulando como si fuera una serpiente en un piso inferior? Señor Mendes: en la saga Bond, nos quedamos sin resuello, pasmados y ojipláticos, pero no somos tontos y esperamos una lógica en todo.
No quiero desvelar aspectos ¿importantes? de la trama, aunque me tengo que controlar para no soltar spoilers como espumarajos rabiosos, pero no puedo menos que alzar mi voz quejándome de la estulticia con que se nos presenta el uso de la informática, tanto por los malos como por los buenos, como si todos los espectadores fuésemos el propio Ian Fleming, que falleció en 1964 cuando el ordenador personal no era más que un sueño de mentes privilegiadas: señor Mendes, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Si usted fuera a dirigir una escena de esgrima, querría que su actor supiera empuñar y mover con elegancia el florete o el sable, o la espada? Entonces, ¿cómo no se le ocurrió que le dieran unas clases de mecanografía a Ben Whishaw? Era lo mínimo, ya que tenemos que escuchar las acostumbradas sandeces: a la que un personaje agarra un ordenador, parece que pertenezca a otro planeta más avanzado; luego ves el monitor y te entran unas ganas de carcajearte....
En definitiva: si les sobran unos euros y disponen de dos horas y media puede resultar una experiencia sentarse en la sala de cine para ver al último Bond: pero si esperan ver una película de acción bien contada, si esperan ser sorprendidos por escenas de increíble dinamismo, si desean ver a Bond abrazado a una maciza belleza, olvídense de este producto protagonizado por el intérprete más retaco de todos cuantos han sido Bond. Y el más feo también.
¡Ah! Y las chicas, flacuchas: las más feas de cuantas recuerdo.
Tráiler
Otrosí: Si les gusta esa caracterización (el malo no tiene nada de asiático) puede que les guste la forma de trabajar de Bardem, de la que, de nuevo, en España apreciamos sólo la mitad: su voz quedó en los estudios londinenses, supongo.