Cuenta la Biblia que Caín, hijo mayor de Adán y Eva, mató a su hermano menor Abel. ¿La razón? Dios había escogido las ofrendas de Abel, las mejores ovejas de su rebaño, frente a las de Caín, quien ofreció los frutos de la tierra que él mismo cultivaba. Herido en su orgullo, Caín decidió terminar con la vida de su propio hermano.
Este triste y dramático relato de la historia sagrada siempre me ha sobrecogido. Ahora que tengo hijos, mucho más. Es el símbolo máximo de la rivalidad fraternal llevada a sus últimas consecuencias.
Recientemente he vivido un conflicto entre dos hermanos que desde siempre han tenido una difícil relación. Quién tenía razón y por qué nunca se han llevado bien no viene al caso. Lo importante aquí es la pena que tiene su madre de ver cómo dos seres nacidos de su propia carne son incapaces de vivir en paz.
Cuando observo a mis dos pequeños que se dan besitos y se abrazan me produce una inmensa felicidad pero cuando inician alguna discusión absurda por quedarse el muñaco del otro no puedo dejar de pensar cómo será su relación en un futuro. El destino les ha puesto en la misma casa, en la misma familia, pero no tienen por qué quererse. Me da miedo pensar que acontecimientos futuros terminen con el amor que actualmente se profesan.
Quizás exagere pero por desgracia he visto que a veces pasa. Así que lucharé para que, al menos, se respeten y no terminen negándose el uno al otro.