Revista Opinión
Existen numerosos ejemplos recurrentes, a modo de prototipos idealizados, de la infamia política, alimentados en su mayor parte más por el ingenio deformante de la literatura que por la fría exposición de los hechos. Un molde apropiado de esta fabulación es el de Calígula. Incluso su nombre, aquel con el que pasaría a los libros de Historia, es el mote con el que le conocía la soldadesca de su padre, Germánico, cuando éste le acompañaba de niño en algunas campañas militares. Al parecer, Cayo Julio César Germánico -la verdad es que Calígula suena mejor- se vestía de soldadito y aquel aspecto provocaba comprensible sorna y chascarrillos entre los militares. De ahí que la posteridad acabara conociéndole como el botitas (calígula). Esta anécdota demuestra no sólo cuánto pesa más el anecdotario popular que la versión oficial, sino también la precoz vocación teatral del futuro emperador. No en vano, a la muerte de su padre -envenenado, se cree, por Tiberio-, Calígula, criado por su bisabuela y más tarde por su abuela, pasaría bajo la protección del supuesto asesino de su padre. Los historiadores opinan que Calígula simuló con eficaz virtud actoral su evidente animadversión hacia el entonces emperador. Malos tiempos para la supervivencia política; o te hacías el tonto o pronto criarías malvas a manos de tus potenciales sucesores. Pese a lo que se pueda pensar, la entronización de Calígula como emperador tuvo un éxito popular sin precedentes en mucho tiempo y así siguió unos buenos años. Por supuesto, Calígula, que no era tonto, intentó ganarse a militares, políticos y demás potestades, a fin de obtener su protección y beneplácito.
Hasta aquí nadie podría pensar que estamos hablando del mismo Calígula que tenemos en mente, el cruel y alucinado emperador romano, amigo de los excesos. ¿Cuándo nace entonces el personaje? Como si de un drama shakesperiano se tratase, la vida de Calígula da un vuelco tras salir ileso de una terrible enfermedad. No son pocos los personajes históricos que han cambiado su percepción del mundo tras una experiencia radical, fundante, casi siempre ligada al dolor y la muerte. Y si no, revisen la hagiografía de algunos santos, como Pablo de Tarso o Ignacio de Loyola. Una caída de caballo o un cañonazo se convierten en detonante de la transformación existencial de sus protagonistas. El descubrimiento de nuestra finitud y fragilidad física nos sitúa ante el abismo de un futuro sin sentido. Nada parece tener lógica, pero a su vez todo es posible. El ser humano, enfrentado a su mortalidad, descubre el infinito indeterminado de su libertad. Sólo yo puedo decidir lo que es posible, determinarlo con mi voluntad. Y será precisamente esa libertad la que nos diferencie de ser una simple ameba, que nace, se reproduce y muere, sin más horizonte que sus propias necesidades primarias.
Este Calígula es el que nos presenta Albert Camus en su famosa obra teatral, estrenada en París en 1945, pero escrita entre 1938 y 1939, años en el que los totalitarismos se acomodaban con apoyo popular en toda Europa. Calígula, resucitado de una experiencia traumática -en este caso, la muerte de su hermana Drusila (a la amaba apasionadamente) y no su propia enfermedad-, vuelve a su cargo transformado. Ya no parece el de antes. Una excéntrica teatralidad, rayana con la locura, se ha apoderado de él. Se expresa con palabras que sólo un actor sobre el escenario podría declamar. Se proclama a sí mismo como un dios, erigiendo templos a su nombre; asesina sin previo juicio a quien le viene en gana, incluso a amigos probados; convierte su residencia en un antro entregado a los placeres extremos... Poco a poco va cosechando una fama de déspota desequilibrado, prototipo del poder absoluto. Pero la obra de Camus no se centra sólo en esta imagen amplificada del personaje como loco impenitente. Le interesa más subrayar la psicología de Calígula como un ser humano quebrado por el descubrimiento de su libertad, una libertad que ejerce sin medida, como si nada excepto su autodeterminación fuera realmente imprescindible. Los otros son sólo piezas, actores secundarios de una comedia jocosa al servicio del protagonista, y la responsabilidad moral, mero atrezzo con el que adornar u ocultar sus inefables deseos.
A los ojos de Calígula, la realidad se revela como un infierno que sólo el creativo arte de ejercer la libertad puede subvertir, o cuando menos hacer nuestra existencia más llevadera. “El mundo tal y como está es insoportable, por eso necesito la luna”, afirma el Calígula de Camus. Pero este liberalismo existencial y político anula irremediable toda posibilidad de justicia. Camus viene a advertirnos -no sólo al ciudadano de los años 40, también al de inicios del siglo XXI- sobre los peligros que puede entrañar el hecho de creer que sólo la libertad puede mejorar el mundo, obviando la necesidad de un orden más justo; más aún cuando esta libertad absoluta es ejercida por los propios gobernantes -hoy quizá tendríamos que hablar del poder que detentan las grandes corporaciones empresariales-. El propio Calígula confiesa al final de la obra, ya a las puertas de su muerte: "Todo parece tan complicado. Sin embargo, todo es tan sencillo. Si yo hubiera conseguido la luna, si el amor bastara, todo habría cambiado. ¿Pero dónde apagar esta sed?... Lo busqué en los límites del mundo, en los confines de mí mismo... No tomé el camino verdadero, no llego a nada. Mi libertad no es la buena. ¡Nada! Siempre nada. ¡Ah, cómo pesa esta noche!"
Camus viene a contradecir la famosa sentencia de Sartre según la cual "el infierno son los otros", haciendo nuestra la humana necesidad de su reverso: sin los otros, nuestra libertad muere ahogada en su propia soledad, condenada a un eco infinito que vuelve a nosotros, triste, como una noche sin rostros.
Calígula, de Albert Camus. Adaptación y dirección a cargo de Santiago Sánchez. Festival de Teatro Clásico de Mérida. 11 al 15 de agosto.
Ramón Besonías Román