calle lavalle y adyacencias
Antes de ser “la calle de los cines”, Lavalle fue “la calle del pecado”. A lo mejor lo fueron contemporáneamente, no lo sé, porque ésos eran cuentos de mis padres, que iniciaron su vida de casados en un departamento de un edificio construido por el estudio Aslan-Ezcurra, en 1947, justo enfrente de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música (Sadaic), en Lavalle entre Paraná y Montevideo. Claro que para esos tiempos todo era pasible de ser “pecado”, pero en realidad el dicho hacía referencia a que en muchos edificios sobre ese tramo de Lavalle había departamentitos puestos para las amantes de los políticos y de la gente de la noche, es decir, un pecado que hoy es casi venial.
La bohemia porteña -tan extrañada ahora- tenía varios puntos de encuentro en el barrio: además de Sadaic estaba, casi en la esquina, el bar El Águila, adonde iban a departir, fumar y tomar café y algo más todos los tangueros de nota y sus amigos. Y a la vuelta, sobre Paraná, el famoso cabaret Chantecler, el mismo que hace muy poco Mora Godoy rescató del olvido y homenajeó con un espectáculo bellísimo.
En el Chantecler reinaba el “Príncipe Cubano”, Ángel Sánchez Carreño, que seguro que no era príncipe y quizá ni siquiera cubano, pero sí fue un gran animador, creador del apodo de “El Rey del Compás” para el maestro Juan D'Arienzo. En la misma vereda de Paraná al 400 estaban el teatro-cine Comedia y, en la esquina sobre Corrientes, la confitería Comedia. Si se cruzaba la avenida, enfrente remataba la otra esquina la confitería Premier, casi una gemela de la Comedia, que al final, en 2013, sucumbió al cambio de costumbres para pasar a integrar una cadena de pizzerías.
De manera que ver circular a Charlo, Cátulo Castillo, los hermanos Homero y Virgilio Expósito o a Hugo del Carril -empezó a noviar con Violeta, que trabajaba en Sadaic, ante el interés cholulo de todos los vecinos-, por nombrar sólo algunos próceres del tango, era algo muy habitual, tanto como que, para la época de elecciones, pasara la bañadera de los radicales, todos con sus boinas blancas y tocando la marcha.
El 24 de junio de 1973, a las cinco de la mañana, los madrugadores fueron testigos de una presencia trascendental: el general Juan Domingo Perón había ido a esa hora al velatorio del músico y compositor Rodolfo Sciamarella, su gran amigo, que acababa de morir y era velado allí. Todavía hoy, Libertad, la bibliotecaria de la institución, y las dos señoras de la recepción recuerdan muy bien ese momento.
Sobre Paraná, por la vereda de enfrente del Chantecler, estaba la librería, bazar, ferretería y todo lo que uno quisiera pedir, de los hermanos Gomiz. Allí, mi madre tuvo que comprar la colección entera de las aventuras de Tarzán, editada por Tor, una maravilla que no se volvió a repetir, pero que debía de tener como una veintena de títulos. Los libros estaban al fondo, en una caja grande de cartón que debió contener alguna vez jabón en polvo, porque a eso olían los Tarzanes, y no a selva africana.
En Callao 450 estaba -está todavía- el Normal Nº 9 “Domingo Faustino Sarmiento”, un edificio que había nacido para museo, pero que terminó siendo colegio. De aquel pasado más glorioso conservaba una colección de animales embalsamados, gracias a la cual las alumnas citadinas podíamos entrar en contacto con todo tipo de fauna "originaria", incluido un cóndor bravío que iba perdiendo plumas con cada generación.
El colegio sufrió muchos años después un incendio que casi acaba con él, pero hoy está bastante bien restaurado y sigue acogiendo chicas y chicos (ahora es mixto). Tenía un himno, cuya música había compuesto Alberto Williams -no recuerdo al autor de la letra-, que decía: “La escuela es una fuente cristalina / que sacia nuestra sed de conocer / y su frescor engendra lozanías / en las opimas huertas del saber” (nosotras acentuábamos ópimas, por exigencias de la música). Quizás en Google esté el resto, porque era un texto largo.
En cada esquina de ese tramo de Callao, entre Corrientes y Lavalle, había una librería: La Nena, casi sobre Corrientes, y Nelson, casi sobre Lavalle. La Nena disponía de un local enorme para aquellos tiempos; Nelson era más chica y modesta, pero las dos señoras que atendían conocían de memoria todos los libros de texto que las madres iban a pedir, con lo cual la atención era muy “personalizada”. Con los años, los locales han cambiado de rubro: en el solar de La Nena hay una zapatería. Y una dietética -hasta donde sé, porque cambian muy rápido de ramo- en donde estaba la librería Nelson.
(…)
“La calle del pecado, la bohemia y los rincones de la felicidad”
GRACIELA MELGAREJO
(la nación, 10.01.15)