Madrid, 1983
El
humo de los cigarrillos de aquel tugurio de la calle Segovia forma
una niebla densa que hace que los contornos pierdan nitidez. En la
tarima, Juan Antonio Muriel, tamizado por esa cortina brumosa creada
por los fumadores, desgrana nota a nota con su guitarra la canción
que, en su día, escribiera a pachas con el Sabina. El auditorio,
dispuesto en mesas y en semicírculo, lo escucha embelesado:
Llegas
demasiado tarde, princesa.
Entre
el público, en medio de la humareda, con los ojos brillantes por la
bebida, Miguel atiende extasiado y, entre verso y verso, echa un ojo
a una chica morena de enfrente, que no está nada mal:
Cómo
no imaginarte,
Cómo
no recordarte hace apenas dos años.
La
verdad es que está muy buena, piensa para sus adentros, mientras
sigue mirándola con descaro y sin dejar de tararear la
canción:
Maldito
sea el gurú
que
levantó entre tú y yo un silencio oscuro.
Y
Miguel, echándole imaginación, idea en una décima de segundo una
tórrida historia de amor, inspirado naturalmente por la imagen de
la chica, por la canción de Muriel, por los efectos del alcohol y
por el peta de hachís que se fumó antes de entrar al local.
Y
la morena se da cuenta de que el tonto del haba de ahí enfrente no
le quita ojo mientras mueve los labios al compás de la letra, y
comienza a sentirse incómoda:
Llegas
demasiado tarde, princesa.
Y
no hay más leña que la que arde,
princesa.
Y
tras este tema, que es el último, se acaba el recital. Y todos van
saliendo a la noche de la calle, con el pestazo del humo de los
cigarrillos adherido a la ropa.
También
sale la
princesa de enfrente, pero no está sola. Y cuando Miguel aparece en
el umbral del local oye una voz femenina que le increpa:
—¡Eh, tú! ¡Sí, tú! ¿Qué pasa contigo? ¿Estás tonto o qué? ¿Es que no tienes mejores cosas que hacer que estar ahí dentro mirando a la peña con cara de gilipollas?
Y
Miguel, con expresión de asombro y señalándose con el dedo, como
diciendo "¿hablas conmigo?", opta por hacerse el
sorprendido, pero con escasa insistencia y ninguna chulería, dado
que el acompañante de ella es más grande y está cachas y le mira
además con cara de pocos amigos, como diciendo: como te pases un
pelo te llevas un par de hostias. Y él no tiene el cuerpo para
peleas.
Así
que opta por escabullirse. Mejor ser precavido que valiente. Y decide
largarse de allí a buen paso, con el cuello del abrigo vuelto hacia
arriba por el frío, las manos en los bolsillos y canturreando Calle
Melancolía,
camino del Metro:
Como quien viaja a lomos de una yegua sombría, /por la ciudad camino, no preguntéis a dónde. /Busco acaso un encuentro que me ilumine el día. /Y no hallo más puertas que niegan lo que esconden.
Hasta que la noche de Madrid lo engulle y lo hace desaparecer.
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Texto publicado en el número 33 la revista digital La Ignorancia.
http://www.laignoranciacrea.com/wp-content/uploads/2022/01/La-Ignorancia_33-Desenfocado.pdf