Revista Cultura y Ocio

Cambiar de cona

Publicado el 04 julio 2016 por Icastico

Cona es una palabra gallega, normalmente utilizada por los más viejos. Corresponde a coño en su acepción castellana, y vulgar: parte externa del aparato genital femenino (RAE). Tiene más traducciones populares, la mayoría hacen referencia a diferentes moluscos, familia bivalvos. También es la marca de una original cafetera. Dedico este artículo ordinario al “amigo” soez que me lo inspiró. Lo chabacano inspira, por qué no.

Unos meses atrás me localizaron unos ex compañeros de estudios del Jurásico. Pretendían (y consiguieron) que acudiera a una comida que estaban organizando. A casi todos les perdí la pista a los 18 años, hace 42, tras acabar COU (Curso de Orientación Universitaria, previo al ingreso en la Universidad). Era un colegio de pedigrí, prosapia, abolengo y ringorrango en el que se empeñó en meternos mi padre, que nunca fue de pata negra ni de cuello blanco. Mi no comprender. A mi, a otros cuatro hermanos y a tres hermanas (en el colegio equivalente femenino, ambos del Opus Dei). Inicialmente me resistí a ir (a la comida, al cole no tuve bemoles). Tenía cero ganas, entre otras cosas porque ahora vivo a 175 kilómetros del evento. Abundaban más los malos recuerdos y experiencias negativas que lo positivo. Si acepté fue por ver a un par de amigos que sí se ganaron mi afecto. Finalmente no acudieron. Una vez confirmada mi asistencia y superado este chasco la encaré con humor. Planteé el encuentro como un estudio antropológico, poco le faltaba.

Llegué al mesón y de inmediato inicié mi ronda de reconocimiento particular. Recíprocamente la llevaron a cabo conmigo. En efecto, no era fácil acertar a la primera, en algún caso me rendí, “pedí papas”…Jooder, Vicente, eres tú…y cosas así, acompañadas de una expresiva risa. Éramos treinta y tantos. Una comida no llegaba para ponerse al día con todos. Lo que suele ocurrir ocurrió, despaché mucho con uno y otro que se ubicaron a los lados y con los demás no tanto. Antes de sentarme – la distribución era la menos adecuada para el propósito que nos reunía – me interceptó uno de los organizadores. Me casé joven (a los 21) y el interfecto (imperfecto, como decía otro) vino varios fines de semana a casa con su entonces novia (creo que actual mujer). Después nos abandonamos mutuamente. Digamos que hace 35 años que no sabía nada de él. Entró a matar, sin dilación:

¿Sigues con Ángeles? (mi ex), preguntó.

No, me separé en 1997. Ahora tengo otra pareja.

Joder, mira que os gusta cambiar de cona…carallo (muy versátil término gallego, también, entre otras acepciones significa polla, pene. Por cierto, el menú era una “laconada”, lacón con grelos, típico plato de mi tierra)

Se me ocurrieron varias respuestas ante esta boutade. No recuerdo cual le di, la que merecía era volverme. Me noqueó. En el par de segundos de desconcierto pensé, ¿quienes habremos cambiado de cona? (mira que OS gusta). Tengo algún otro hermano separado que iba al mismo colegio y se relacionaba, a su vez, con hermanos de este cotilla, es posible que estuviera al tanto de su “situación sentimental”. También discurrí que el cambio de cona podía afectar a alguno de los presentes, con varios mantenía un trato regular y estaría “al día” del censo de conas. O que previamente otro encuestado antes que yo fuera hallado culpable de estar en mi misma situación. Había al menos un viudo, no le pregunté si se había “enconado” nuevamente, aunque es una categoría diferente.

Ayer domingo recibí una llamada de un número desconocido. Era él (en su día no registré el suyo). Estaba bebido, se notaba. Casi se olía. Su lengua parecía flotar en chapapote por la pesadez del movimiento, sus palabras eran espesas, luchaba por sacarlas fuera de su envoltorio. Imaginé que se trataba de otra quedada – sudé – o que necesitaba algo (le pregunté más adelante a qué debía el “honor”, no se centraba). Solo quería rajar, cotillear, concluí.

Me puso en situación: su “cona” estaba en la playa y cada uno de sus hijos (chica a punto de 18 años y chico al borde de los 15) por ahí, ni le importaba, dijo. Eran adoptados y hermanos. Deseaban uno, dijo, y le ofrecieron los dos o nada, suele ocurrir, conozco otro caso, el criterio es no romper una familia. Blabla, que tardaron ocho años en responderles, que le salieron carísimos, que tenían claro que tenían que ser “autóctonos, etc. Que a la niña le había enseñado a montar a caballo (aun le paga clases de equitación) y ahora estaba pesadísima con que quería uno y que al niño le había enseñado a pescar y quería una lancha. Yo estaba en el límite de la impertinencia y le comenté: Mira, fulano, dile a tu nene que no entendió la fábula de “enséñales a pescar en lugar de darle peces”, porque si nada más aprender pide una lancha, lo que te espera. Su respuesta es que les daba largas, y servidor le comentaba que estaba retrasando el problema. Manifestó estar hasta los huevos pero “no los voy a devolver”.

Dejé para el final el principio de su conversación telefónica para que me salga el relato capicúa (o palíndromo). Al minuto me largó que sabía de buena tinta que yo follaba mucho. Ahora que lo pienso me olvidé de preguntar si con la misma cona o varias diferentes, si hubiese afirmado lo primero estaría preocupado, con más no porque el riesgo de andar floreando es que te retraten, con tantos móviles y drones como hay por ahí sueltos, ávidos de pillar carnaza. Le dije que jubilara a sus espías, o que por lo menos los mandara al oculista. Eso por no colgar o mandarle a tomar por donde amargan los pepinos. Mira que me joden las mentiras.


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