Desde que Marx apostara por cambiar al hombre porque su esencia no se adaptaba a sus planes filosóficos, las hordas populistas o totalitarias no han tenido ningún empacho en extender este principio a cualquier aspecto de la vida que no encaje en su delirante carrera por someternos a sus dictados.Publicidad
Ignoro hasta qué punto sus fervientes seguidores son conscientes de la imposibilidad de transmutar el vino en sangre, al menos en el plano terrenal. La transubstanciación es algo que exige la fe del parroquiano de la misma manera que el aplauso continuo al Sermón de la Patraña, ese que escupen los mesías new age del feminismo, el ecologismo o el -ismo que corresponda, necesita de la aquiescencia fanática y acrítica de sus acólitos.
Sin embargo, hay razones morales que sitúan muy por encima del totalitarismo a algunas religiones, entre ellas la cristiana. Además de las evidentes, existen algunas otras más escondidas pero que no carecen de una importancia. Una fundamental es el hecho de que, pese a todo, acabaran por dar la razón a Galileo o Teilhard de Chardin intentara casar la evolución con el origen divino de la Humanidad. De alguna manera realidad física y misticismo conviven en el corpus religioso, en lucha si se quiere, pero conviven.
No ocurre lo mismo cuando de populismo, marxismo y totalitarismo hablamos. Si bien copian descaradamente de las religiones esa imperiosa necesidad tan molesta y cargante de salvarnos a todos, no aparece por ningún lado la pulsión adaptar su mensaje a la realidad. Aquellos que ponen al Estado como alfa y omega de la vida necesitan – y por ello exigen – la negación de los hechos, cuando así lo requiera el discurso. Controlar la narrativa y la semántica se hacen, por tanto, imprescindibles. El Estado, como monopolista de la violencia, será entonces el brazo ejecutor a través del que tratan de llevar a cabo sus planes.
El afán y la necesidad de control y el hecho crítico de que su mensaje es opuesto a la esencia del ser humano les obliga a desdeñar los hechos en lugar de adaptar su mensaje a ellos. Olvidan intencionadamente que las ciencias tienen en gran medida una componente descriptiva. La física, la química, la economía o la sociología describen hechos desde diferentes puntos de vista y no es hasta su total comprensión y perfecta modelización cuando podemos dar un paso adelante y abordar la parte creativa a través de la ingeniería o la mercadotecnia, por ejemplo.
No podemos crear un artilugio funcional bajo la suposición de que el Sol sale por el oeste. O admitimos que el Sol sale por el este o debemos cambiar el significado de las palabras este y oeste. En este juego nos encontramos y vaciar de significado los conceptos a través de su uso incorrecto indiscriminado o la adjetivación innecesaria o redundante son algunas de sus claves.
Comprendido el contexto se entiende perfectamente el modus operandi de los salvíficos líderes del nuevo orden mundial. Para salvar al mundo hay que cambiar el mundo. No cabe la posibilidad adaptarse a él.
Lo curioso de todo esto es que es la adaptación la que nos salva o, al menos, aleja en el tiempo nuestra fecha de caducidad. Pocas cosas tan patentes nos han enseñado la Historia y las disciplinas que han estudiado este planeta desde la perspectiva del paso de los años. Si hay algo que está meridianamente claro es que la naturaleza es mucho más tozuda que nuestros líderes políticos mundiales hasta el punto de ser infinitamente más capaz de destruirnos a nosotros que no nosotros de cambiar un ápice su intríngulis.
Así las cosas, resulta tan absurdo como descorazonador el empeño de muchos en tropezar una y otra vez con las mismas piedras, utilizando la coartada científica, pero obviando sin dudar la realidad que esta ciencia describe. El adanismo, una de esas cualidades humanas que resulta refrescante en la adolescencia, pero absolutamente estomagante, contraproducente y peligrosa cuando uno ronda la treintena, junto con una formación a todas luces deficiente hacen de las propuestas que se ponen sobre la mesa un compendio de pedruscos que acaban por formar un muro con el que chocamos una y otra vez.
Se pretende instaurar la adoración al Estado, como ente transformador de la realidad y, por ende, del planeta. Su capacidad para la imposición del más variopinto abanico de atrocidades es el santo grial que permitirá transformar en oro nuestro pecado original. A través del ejercicio del poder se conseguirá, según parece, instaurar la distopía totalitaria.
Con cautela, a modo de gota malaya, pero con paso firme y decidido, se plantean soluciones ineficaces a problemas que no existen o que ellos mismos crean. Poco importa, por poner un ejemplo de estos días, que esté absolutamente demostrado que la fijación de precios de un bien tenga consecuencias siempre negativas para el conjunto de la sociedad y, especialmente, para quienes interactúan o precisan de ese bien con mayor frecuencia.
Fijar precios máximos para el alquiler de viviendas acaba por eliminar la oferta de viviendas en alquiler. Fijar precios mínimos para la mano de obra, a través del SMI o para los productos del campo, termina irremediablemente por eliminar esa mano de obra o ese producto del campo del mercado. Las leyes de la oferta y la demanda son descriptivas, como la acción-reacción de Newton. Pretender legislar obviando sus efectos es como tratar de fabricar cables con madera. Luego, cuando se fracasa, se hace necesario cambiar el significado de conceptos como electricidad, madera, aislante o kilovatio. En su caso hay que adulterar el significado de mercado, de capitalismo o de Libertad, amén, por supuesto, de echar la culpa a otros.
¿A quién va a creer usted a mí o a sus propios ojos? Parece que también copian literalmente al Marx bueno, a Groucho, pero de forma siniestra, convirtiendo lo que él satíricamente denunciaba en una suerte de realidad paralela y asfixiante.
Lo más preocupante es la transversalidad política de estas prácticas. Derechas e izquierdas abusan de ellas sin el menor sonrojo. Todos pretenden salvarnos del leviatán que ellos mismos se encargan de crear. No importa si queremos ser salvados o no. No importa si sus recetas pueden mínimamente cobijarnos del chaparrón y, sobre todo, carece de todo interés buscar algo de verdad para sujetar el esqueleto que, con profusión y colorido adornan para que primero nos caguemos de miedo e, inmediatamente después, pongamos nuestras vidas en sus manos redentoras.
Publicado en disidentia.com