Sobre el chef de El Racó de Can Fabes, Santi Santamaría, al que un infarto se lo ha llevado hoy por delante en el lejano Singapur, lloverán las lisonjas y los elogios en las múltiples necrológicas que ya se deben estar tecleando en innumerables ordenadores de este país. Dirán que fue un maestro en lo suyo, un visionario, un hombre cabal. Seguro que lo dirán. Y dirán muchas cosas más aquellos que se escandalizaron cuando desnudó la nueva cocina y denunció la pretenciosidad instalada en el gremio, lo que le valió para que casi lo asaran a la parrilla los doctos gastrónomos de la cosa.
Santamaría fue especialmente duro en aquel entonces, y habló de los colegas que servían en sus restaurantes platos que ni ellos mismos serían capaces de comerse. Qué tío más grande. Ya embalado, el laureado cocinero de San Celoni la emprendió con las sustancias químicas que entran en las cocinas y lo corrosivas que pueden ser para la salud de quien las ingiere. Más de lo mismo, por Dios. Si de tener experiencias alucinantes se trata, vino a decir, esto ya lo proporcionan las pastillas y las drogas.
Esas aseveraciones le costaron pasar por la Inquisición culinaria. Lo acusaron de crear alarma social, lo llamaron grosero, y hasta hooligan y talibán, y el boicot gremial le fue servido como se suele despachar la más cruel de las venganzas: en plato bien frío.
Pero la repetida e inesperada desaparición del cocinero hará que las lanzas vuelvan a tornarse en cañas y que, como un azucarillo en el café, la aversión de antaño se disuelva y desemboque en la más absoluta de las hipocresías. Es lo que de bueno tiene morirse.