Un día no muy lejano, el incipiente velo helado del Kilimanjaro —bastante copioso hace décadas— solo existirá en la literatura del escritor norteamericano Ernest Hemingway. Ese mismo día, quizá el lago Chad sea un pedazo de desierto o el Victoria solo podrá acoger a unos cuantos renacuajos, mientras África, considerada hoy el pulmón del planeta por sus enormes selvas y bosques tropicales, se convertirá en un órgano enfermo, incapaz de proporcionar una bocanada de aire puro a un cuerpo que desde hace años presenta dolores desgarradores provocados por la irracionalidad de quienes lo administran.
Quizá dentro de cientos de años la forma triangular de ese continente sea un cuadrado, un círculo o sencillamente amorfa, si tenemos en cuenta que hace tres años el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente anunció que, en 2080, setenta millones de africanos y el 30 por ciento de la infraestructura costera del continente estarán amenazados por inundaciones debido al incremento del nivel del mar. El caliente y seco manto del desierto del Sahara robará cada vez más extensiones de tierra a la agricultura, y en 2025, unas 480 millones de personas pueden estar viviendo en áreas donde escasee el agua, mientras las insoportables temperaturas alimenten la propagación de epidemias como el cólera y el paludismo.
A pesar de que el futuro de la vida humana se tambalea en una cuerda floja, los verdaderos culpables de esta catástrofe continúan disputándose las cuotas de gases con efecto invernadero que deben emitir sus economías industrializadas en un plazo de tiempo muy corto, para lograr revertir el daño causado a la naturaleza y a la vida misma del hombre. Al mismo tiempo siguen enfrascados en pasarle la papa caliente a las naciones del Sur, a las que intentan responsabilizar de una culpa histórica que solo es del Norte.
Así sucedió nuevamente en la ciudad española de Barcelona, donde se desarrolló del 2 al 6 de noviembre el último encuentro preparatorio con vistas a la Conferencia de la ONU sobre el cambio climático que tendrá lugar en Copenhague (Dinamarca) en diciembre próximo.
Oídos sordos ante el reclamo del Sur
Bastante enyerbado está el camino a Copenhague, a pesar de que solo falta un mes para que el almanaque marque diciembre. Para esa fecha, una cumbre de la ONU sobre cambio climático debe acordar un nuevo tratado de reducción de emisiones contaminantes posterior a la expiración, en 2012, del Protocolo de Kyoto.
El convenio acordado en Japón en 1997 y en vigor desde 2005, obliga a 37 países industrializados a reducir sus emisiones de gases invernadero en al menos 5,2 por ciento para esa fecha, respecto de los volúmenes registrados en 1990.
En un encuentro celebrado en Barcelona (España) que pretendía unificar criterios con vistas a la cita danesa, los países ricos no se comprometieron con recortes de sus emisiones de dióxido de carbono, ni hablaron en serio sobre la contribución que deben dar a las naciones pobres para ayudarles a mitigar y adaptarse al cambio climático.
En Barcelona, los negociadores del Primer Mundo siguieron atrincherados en sus posiciones egoístas, y sumidos en la tradicional discusión sobre quién pone el primer numerito, a pesar de que la reunión estuvo a punto de abortar cuando los países africanos, respaldados por el resto del Grupo de los 77 más China, amenazaron con retirarse de las negociaciones si los verdaderos responsables del desastre no se comprometían con un 40 por ciento de la reducción de gases contaminantes para 2020 respecto a los niveles de 1990. Y no es una cifra caprichosa: es justamente lo que pide la ciencia.
Fue la primera vez que África llegó a una cumbre de este tipo con una posición unánime, y precisamente por ser el continente más afectado por los efectos del cambio climático a pesar de que solo aporta el 3,7 de las emisiones de gases mundiales, alzó su voz y ejerció presión al Norte para que responda por el daño causado a la humanidad. Antes de esta reunión, los países africanos acordaron su posición en Etiopía, la cual también exige a los países ricos que reduzcan un 85 por ciento de sus emisiones para 2050, y que destinen el 1,5 por ciento de su Producto Interno Bruto a las naciones pobres para ayudarlas a compensar los efectos del calentamiento global.
En agosto, diez países africanos, reunidos en la ciudad etíope Addis Abeba, sede de la Unión Africana (UA) en busca de una posición común del continente con vista a la Cumbre de Copenhague, acordaron exigirle al Primer Mundo que reduzca en un 40 por ciento sus emisiones de gases contaminantes a partir de 2012 y una compensación de 67 000 millones de dólares al año por los daños generados en África que, al igual que el resto del Sur, paga los platos rotos por los más industrializados. Una bicoca para gobiernos que han gastado millonarias sumas en el rescate de bancos en la actual crisis económica mundial. Sin embargo, el justo reclamo africano y del resto del Sur solo encontró en Barcelona los oídos sordos de los industrializados y las falsas promesas sobre presuntas intenciones de negociar cifras verdaderamente realistas.
La Unión Europea dijo estar dispuesta a reducir en un 20 por ciento sus emisiones, pero ese dígito solo lo aumentarían hasta 30 si existieran compromisos similares por parte de los otros países industrializados. En esa misma sintonía se mueve Japón, otro de los grandes contaminantes.
Pero un consenso entre estos colosos parece estar muy lejos, pues Estados Unidos, el único país desarrollado que no ratificó el Protocolo de Kyoto y el mayor contaminante, está renuente a poner números concretos, pues, según su negociador en Barcelona, Jonathan Pershing, aún se discute la aprobación de una ley nacional sobre el clima, que probablemente no esté lista este año.
Más que las trabas que le pueda tener tendidas el Senado a la actual administración norteamericana, se trata de una vieja e hipócrita exigencia: un acuerdo debe incluir a los países en desarrollo. De esta forma, Washington quiere que naciones emergentes como China, India, Brasil y México, entre otras, reduzcan sus cuotas, para pagar los daños de otros, a pesar de los esfuerzos que hasta el momento han realizado estas economías, y que hayan sido destacados por la ONU.
Con estos truenos, si algo quedó más claro que el agua es que la cita de Copenhague no contará con el compromiso político, hasta ahora ausente, de las grandes potencias. Los negociadores del Primer Mundo presentes en Barcelona explicaron que no habrá un acuerdo legalmente vinculante, sino que, cuando más, podrán llegar a un compromiso político, que seguirá sometido a posteriores negociaciones para llegar meses después a un tratado post-Kyoto, lo cual significa pasar por encima de lo acordado en la cumbre de la ONU sobre cambio climático celebrada en Bali hace dos años, que lanzó la urgente necesidad de que la aprobación de un nuevo acuerdo no debía pasarse de este año.
Así, ya en el ocaso de 2009, los números continúan en el aire, pues los poderosos siguen negándose a pagar otra de sus grandes deudas con los pobres: el cambio climático.