Hace pocos días el hispanista británico especializado en el Siglo de Oro Sir Geoffrey Parker publicó un artículo en la Tercera página de ABC que recordaba el paralelismo que podría existir entre un posible cambio climático actual y el que asoló el mundo durante setenta años, entre 1640 y 1715.
“Una serie sin precedentes de acontecimientos meteorológicos violentos –sobre todo unas sequías e inundaciones prolongadas– acabaron con las cosechas y obligaron a emigrar, lo que condujo a guerras, rebeliones y revoluciones en todo el mundo”.
Los desastres y la violencia que desataron provocaron la muerte de un tercio de la humanidad, escribe Parker.
“España luchaba con sus vecinos casi constantemente, mientras que las rebeliones en 1640, primero de Cataluña y luego de Portugal y su imperio de ultramar, desataron conflictos internos que durarían décadas”.
Todos los países de los que se conserva historia, añade, padecieron durante aquellas siete décadas males parecidos.
Parker no afirma ni niega que el posible cambio climático tenga origen antropogénico, aunque, a la vista el ocurrido en el siglo XVII, la situación no se debió al CO2 generado por el hombre.
Sólo se pregunta sobre qué reacción tendrá la humanidad si vuelve a producirse algo parecido: teme que la estupidez se adueñe como entonces de las masas, lo que agravaría las consecuencias de los desastres naturales y mataría a buena parte de la población mundial.
El cambio climático del XVII se debió a una repentina inactividad en las llamaradas y manchas solares, que incluso cambió corrientes marinas y provocó terremotos.
Se llamó el “Mínimo de Mauder”, por el astrónomo ingles que descubrió esas anomalías.
Pues bien: los astrónomos contemporáneos están preocupados, y nosotros deberíamos estarlo también, porque la actual inactividad solar comienza a parecerse a la de los desastres que estudió Parker.
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SALAS