Resulta, cuanto menos triste, tomar consciencia de que no somos ajenos al paso del tiempo. Podemos disimular no mencionando el tema, distraernos con otros menesteres o, simplemente, tomar el camino de la negación. Pero el engaño, el inteligente trampantojo, sigue siendo igual de efectivo. Los libros mitigan tal efecto, pero no consiguen desterrarlo, pues un destierro es un desplazamiento, un alejamiento de la cuestión, que vive y perdura, precisamente, en el tiempo.
Hoy he acudido, raudo, a la llamada de mi hija. Ha recibido divertidos títulos que quiere mostrar orgullosa en su librería. La falta de espacio, ese enemigo fatal de la literatura, disfrutaba asistiendo a mis sudores; mientras él reía, a mí me entraban ganas de llorar. Se imponía el cambio, un cambio de ciclo, y los ejemplares desplazados, muchos de ellos títulos a los que profeso enorme cariño por haber formado parte de mi infancia, debían abandonar su postrero acomodo para ser embalados en cajas a la espera de un destino, a ser posible digno.
Ella me preguntaba acerca del porqué de mi actitud. Pasaba, cargado de nostalgia, las páginas patinadas por el tiempo y atendía a su lastimero crujido como si de articulaciones se tratase. Ellos también sufren. Envejece el continente, que no el contenido. Estoy seguro de que los libros tienen alma y esa está escrita en negro. Mi postración la sorprendía y me consolaba con palabras que en sí formaban un cuento. Ese cuento que nunca se escribió y que merece todos los honores. En la mente, las ilustraciones, marca de la casa.
La caja en la que embarcaron los arcanos no ha partido. Permanece en el puerto de mi despacho en espera de destino. Quizás una biblioteca, quizás un hospital. Hasta puede que terminen en los anaqueles de una cafetería expuestos al intercambio. Pero son libros infantiles... No. Mi niña se hace mujer y yo me hago viejo. Deseo que mis libros me acompañen en la travesía que aun debo afrontar.
Ya no valen los regalos invisibles que se materializaban en páginas llenas de imaginación, ni el préstamo supino e infinito de aquellos ejemplares que sobrevivieron a los anaqueles de la clase en la que cada compañero aportaba un libro para terminar leyendo los de los demás. Títulos de antaño, aún vigentes en la memoria, olvidados por todos, menos por su dueño... Creo que merecen un destino diferente. Obligado a desembarazarme de ellos, quiero abrazarlos por última vez y aquí, en silencio, leo de nuevo, con nuevos ojos, los textos archiconocidos que se convirtieron en narraciones a los pies de la cama de un niño.
La vida sigue y la literatura se hace fuerte. Vivimos el momento, y ese momento tiene sus títulos propios. Solo algunos libros elegidos superan la zancadilla del tiempo y regresan con lozanía mientras que los barcos más pequeños se hunden en la mar del olvido. Expulsados de catálogos ya inexistentes y de compilaciones solo vivas en sueños, los libros de la niñez deben vivir en el imaginario colectivo y, sin embargo, mueren de éxito pasado, sumidos en el fracaso de las nuevas tendencias, contra las que no pueden luchar. Pero mientras existan paladines que se batan en liza por conservar su memoria, esos libros estarán vivos, y aunque el tiempo no perdone, siempre quedará el poso de lo efímero proyectado en la pantalla del recuerdo.
Vuelvo a leer los libros que ya han abandonado las bibliotecas de mis tres hijos y, aunque ellos no lo sospechen, ahora soy yo el niño más pequeño de la casa...