Me extrañó que se acercara a ayudarme cuando se me cayó la carpeta. Los folios se habían desparramado por el suelo y formaban un inmenso abanico, una escalera muda hacia mi interior más secreto, que exhibía unas líneas mal trazadas, como súplicas blancas manchadas de una tinta vacilante.
Cuando los recogimos todos, con vergüenza le di las gracias por su auxilio. Le quitó importancia a su gesto:
–No te preocupes, yo también escondo poemas, aunque nunca los traigo a clase. Desde entonces, lo miré con otros ojos. Ya nunca más me pareció aquel chico estirado que me perdonaba la vida con su mirada azul. Juntos aprendimos a leer a los grandes y juntos navegamos por la vida al compás de nuestra inclinación oculta.