Nunca he tenido afición por el riesgo, me cuesta mucho comprender la motivación de quienes, por simple gusto, se enredan en aventuras de final incierto y huyo de cualquier situación que mezcle susto, sorpresa y adrenalina.
Las atracciones de feria son una auténtica pesadilla, me horrorizan todas y soy incapaz de pasar por ese trago pese a los ruegos, presiones y chantajes a los que me somete el núcleo familiar cuando llega la época temida.
Igual me pasa cuando me enfrento a esos altísimos toboganes acuáticos a los que a veces me veo obligada a subir como adulta acompañante, que no responsable. Empiezo a temblar ya desde la fila y una vez arriba, a punto de lanzarme, me encomiendo a todos los santos con la esperanza de que justo en el último instante un rayo divino paralice toda la actividad del parque.
Podría decirse, por tanto, que soy una persona plana, aburrida, sosa… miedica, vaya. Hay quien me lo recrimina creyendo que voy a picarme y que me lanzaré a vencer esos miedos que me paralizan. A mí me da igual. Lo único que me preocupa es escapar de todas esas situaciones lo más entera posible, con el corazón latiendo a su ritmo normal, sin aspavientos ni pérdida de control.
La edad ha acentuado este rasgo de mi carácter porque recuerdo que de cría me apuntaba a todo, a regañadientes, pero siempre iba. Ahora no. Ni que me paguen. Ahora lo que me gusta es pensar, estúpidamente, que mi vida va a transcurrir sin sobresaltos porque yo hago todo lo que debo. Eso me da tranquilidad y ahuyenta los pensamientos catastróficos, que me asaltan bastante a menudo precisamente porque soy una cagueta.
Pero ha sucedido algo. Ha habido un cambio que, honestamente, tengo que decir que no he propiciado yo. Digamos que me han empujado un poquito. Alguien que me quiere y a quien a veces desespera esta forma de ser que tengo me ha sacudido y, con bastante más paciencia de la que quizás merezco, me ha llevado de la mano a tomar una decisión necesaria pero a la que yo me resistía por aquello de no quebrar el status quo al que me aferro normalmente.
Ahora que el suelo que piso es de lo más inestable y que vivo un día tras otro en un veremos qué pasa, sin saber bien cómo va a acabar esto, debo reconocer que estoy ilusionada, con muchas ganas de hacer cosas nuevas y con una euforia interior que me va convenciendo de que los cambios y los riesgos no van a provocarme la muerte instantánea. De ahí a subirme en una montaña rusa, el pulpo o la barca vikinga va un mundo pero ya empiezo a ver el dichoso tobogán como un reto asequible.
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