Te voy a contar la historia de Carmencita. Ella vivía en La Cocha, un pueblito al norte de Argentina. Había trabajado toda la vida de cocinera en un colegio y con ello había vivido y llevado económicamente un hogar y dos hijos. Hacía ya varios años que estaba jubilada y todos los meses hacía la cola en el banco para cobrar el dinero que le correspondía. Con esto, más algo que recibía por la pensión de su marido, lograba vivir en paz.
Todas las mañanas al levantarse, lo primero que hacía era encender el fuego y poner a calentar la pava para el mate, mientras tanto, abría la puerta del patio y empezaba a dar de comer a Simo y Algodón, sus jóvenes gatos que todas las mañanas ronroneaban y se restregaban contra sus piernas pidiéndole su ración matutina de comida. Como tenían la costumbre de pasar toda la noche fuera de casa, volvían hambrientos y rascaban la ventana desde temprano para poder entrar. Después de la rutina mañanera empezaba el intercambio. Los viernes a las diez, por ejemplo, pasaba Elena, la señora de la esquina que preparaba quesillo de cabra y le dejaba unos buenos trozos, a cambio Carmencita le cosía los dobladillos, las roturas y los botones de las ropas de sus hijos. Todos martes preparaba tamales. Mientras cocinaba y envolvía los ingredientes en la chala del choclo escuchaba la radio su programa mañanero favorito de preguntas y respuestas de cultura general. Siempre hacía ración doble o triple, porque los compartía con el muchacho que le llevaba a la casa la garrafa de butano, “el pobre no ganaba mucho y con un bebé recién nacido, la vida se le hacía difícil” decía ella. Por las tares repasaba algunos sus libros. Los tenía de todo tipo y de todas las ramas: ciencia, literatura, biología, geografía. Durante sus años cocinando para el colegio había recibido mucho material para leer por parte de alumnos que ya no los utilizaban, pero sus preferidos eran los de matemáticas. Le gustaba hacer los ejercicios y le recordaban a su Juventud, a sus fantasías de estudiar una carrera de números en La Sorbona y pasearse por la orilla del Sena con sus cuadernos bajo el brazo. ¡Qué tiempos aquellos!Al final nunca fue a la Sorbona, la situación de la mujer en aquellos años no era como ahora, hubiera significado una letal pelea con papá y además, “seamos sinceras”- pensaba- tampoco tenía los recursos económicos para hacerlo. Pero ella amaba sus fantasías y acariciaba las hojas de los libros, las ecuaciones y los teoremas con los dedos y con los ojos. Todas las tardes alrededor de las cinco, venían una o dos (se iban turnando) de sus amigas de la peña folclórica a casa. Si era invierno les convidaba con mate y mazapán, y si era verano tomaban Sidra con pan dulce el en porche. Carmencita era feliz. Su casita con mini jardín, sus costumbres, sus vecinas y sus recuerdos eran su mundo. Acariciar a su gatos todas las noches antes de ella dormirse y antes de que ellos se vayan de farra era el broche de oro que colmaba sus días de tranquilidad. Ella se consideraba rica. Aunque toda su vida fantaseó con ganarse la loto o aunque nunca fue a estudiar a Paris, no eran cosas que le hayan empañado sus sueños, porque –según decía - ella al final había vivido como había querido. Una vez hablé con ella y me dijo que la riqueza la decide uno mismo, que ella se sentía colmada tal cual era, que su corazón estaba lleno, que ella estaba agradecida de haber tenido a sus hijos y de ahora, poder disfrutar de su quesillo y de sus gatos. Que uno mismo determina el rasero con el cual decide medir su riqueza.Escribir sobre la historia de Carmencita me llena el alma. Hay tantos tipos de riqueza y tantas maneras distintas de ser feliz. ¡Hay tantos sueños que no se cumplen pero que dejan paso a otros más acordes a uno mismo!